Gregorio Aráoz de La Madrid es un personaje fascinante de la historia argentina, en el largo tramo que se tiende entre la Revolución de Mayo y la Organización Nacional. Nació en Tucumán en 1795 y murió en Buenos Aires en 1857. Desde los 17 hasta los 57 años sus días transcurrieron montado a caballo, sable en mano, guerreando. Estuvo, como escribió con orgullo, "en más de ciento treinta y tantos ataques generales y parciales".

No es necesario enumerarlos. Empiezan con el Ejército del Norte, en los meses previos a la batalla de Tucumán, y se cierran en la batalla de Caseros.

Una azarosa vida

Basta decir que, además de batirse en las incontables batallas y escaramuzas, ocupó y gobernó provincias, derrocó gobernadores, dictó o hizo cumplir sentencias de muerte y de azotes, recorrió todos los paisajes del país, cruzó a pie la cordillera de los Andes, hizo de panadero y fabricó velas para ganarse el sustento. Vivió y murió pobre, casado con una devota mujer que lo acompañó en los años de exilio con muchos hijos a cuestas.

Gozó de la franca admiración de Manuel Belgrano, del afecto de José de San Martín y del de Juan Manuel de Rosas, su compadre. En cambio, no contó con la amistad de Juan Lavalle ni la de José María Paz. Le tocó estar con otro compadre, Manuel Dorrego, hasta minutos antes del fusilamiento de éste.

Coloridas "memorias"

Dejó escritas unas "Memorias" que, impresas casi cuarenta años después de su muerte, son uno de los testimonios más coloridos y originales sobre los turbulentos tiempos que le tocó vivir.

Se leen como un western de acción trepidante. Si uno las toma al pie de la letra, habría que concluir que todos los contrastes donde participó La Madrid en la guerra de la Independencia y en las contiendas civiles, se hubieran evitado con sólo seguir su criterio estratégico. Con sarcasmo, Paul Groussac diría que "tan poco aleccionaban las derrotas a La Madrid como las zurras y caídas al caballero de la Mancha. Tenía un brío de derrotas inagotable. Las atribuía a la mala suerte, como Don Quijote a las artes de un nigromante".

Las heridas

Esta vez nos interesa detenernos en sólo un punto: sus daños físicos. Esto porque las heridas que soportó La Madrid en su azarosa vida de guerrero dan otro toque impresionante a las "Memorias". Ellas no exageran en absoluto. Inclusive, refieren con bastante sobriedad padecimientos que a cualquiera hubiesen mantenido inmóvil en una cama durante meses.

A su primera herida la recibió en la batalla de Salta, en 1813. "Soy bandeado en el muslo izquierdo por una de nuestras balas", narra lacónicamente, y después no vuelve a referirse al asunto.

Como si nada

Pero quien lee, no puede sino pensar en la gravedad de una lesión de esa naturaleza, por el lugar del cuerpo donde se producía y por el riesgo de las infecciones. En teoría, alguien con el muslo traspasado debió haber permanecido, vendado y en reposo, durante bastante tiempo. Pero este militar de hierro montó a caballo pocos días más tarde, cuando la vanguardia marchó a Potosí, sin que la herida hubiese cerrado todavía. Así lo cuenta, como al pasar, y agrega que, luego de que le curaron de algún modo el balazo, en el camastro de campaña "púseme a cantar la Marcha Nacional, mientras continuaba el estrepitoso fuego en la plaza".

En el tala

En la carga de El Tala, según su testimonio, abatieron su caballo y fue rodeado de inmediato por los enemigos. Puede defenderse un rato a estocadas, pero después cae al suelo, sin conocimiento. Tiene, dice, "quince heridas de sable: en la cabeza, once, dos en la oreja derecha, una en la nariz que me la volteó sobre el labio, y un corte en el lagarto del brazo izquierdo y más un bayonetazo en la paletilla y junto al cual me habían tirado el tiro para despenarme". Además, sigue, "me pisotearon después de esto con los caballos, me dieron de culatazos y siguieron su retirada". Fue dejado por muerto en el campo. Lo llevaron horas más tarde a Tucumán, luego de pasar por un curandero santiagueño que le cortó "un pedazo de la oreja que venía pendiente de un hilo" y le cosió la punta de la nariz. Estuvo sin sentido casi un mes. Luego, montó a caballo a pesar de todo.

Curaciones increíbles

El médico Manuel Berdia, pensando que tenía un balazo en la espalda, lo operó "inútilmente", dice, "pues no encontraron la bala y sólo me sacaron un pedacito del filete de la paletilla y parte de una costilla". Días más tarde, en la expedición a Santiago, se le formó "un tumor bastante grande" sobre las costillas. Se lo abrió el médico Lewis y le extrajo "un pedazo de hueso pequeño".

En cuanto al puntazo de la bayoneta, como seguía abierto, el coronel Zerrezuela le mandó un viejo curandero. Este le succionaba la herida con la boca: escupía el "humor" que extraía y se desinfectaba con buches de vino aguado. Recién en Buenos Aires y gracias al doctor Hougham -quien quedó estupefacto por la cantidad de lesiones y por la rápida curación de ellas- pudo restablecerse del todo.

El físico de hierro de La Madrid llena de admiración y también de curiosidad. Uno se pregunta cómo sobrevivió a esas "operaciones" realizadas de cualquier manera, al margen de toda higiene y con los instrumentos más precarios, en algún rancho del trayecto. Y todas como meros paréntesis de la interminable cabalgata. O a esos remedios caseros, como aquellos "chupones" del gaucho, o el "jeringatorio, especie de bálsamo o agua blanca" que le echó en la herida un médico de Potosí.

Y los accidentes

Estaban, además, las imprudencias y los accidentes. En los ratos previos a la derrota de El Rincón, resuelve salirse de la dieta fijada por los médicos. Se come varios chorizos de cerdo, asentados con "un buen trago de Burdeos". Como consecuencia, una tremenda descompostura de estómago lo obligará a afrontar el combate "agarrado del pescuezo de mi caballo". Meses después, en La Rioja, bebe por error -pensando que era vino- media botella de cierto remedio que le había enviado el general Paz. El error lo pone al borde de la muerte, sacudido por terribles calambres. Sobrevivirá gracias a las fricciones con "una especie de sangría de afrecho de trigo un poco correoso" que le aplica el fraile Cernadas, de San Francisco. A raíz de ese episodio, nos enteramos de que cargaba en las alforjas una "obra científica", para consultar sus páginas en caso de enfermedad.

De "cowboys"

Los trances que pudo superar gracias a la agilidad y a la buena suerte, superan la más vibrante acción de cualquier film de cowboys. Basta leer, por ejemplo, lo que le ocurrió en Culpina. Cuando cae muerto su caballo durante el combate y lo empiezan a perseguir los enemigos, vienen en su auxilio tres ordenanzas, el salteño Jaramillo, el puntano Frías y el correntino Manzanares. "Me da el estribo Frías, tómolo con el pie izquierdo y al subir a las ancas, se escapa éste del estribo y caigo parado, cuando cazándome el puntano con la mano izquierda por entre el corbatín y el cuello de mi casaca y el salteño por el faldón, me suspenden y sientan a las ancas del primero, en circunstancias que iban ya a tomarme, y parten a escape conmigo".

Lazada y patada

Cuando dirigía las guerrillas de retaguardia del Ejército del Norte, uno de los soldados quiso atrapar una yegua, pero erró el tiro del lazo, que cayó sobre la cabeza de La Madrid. El tucumano fue derribado del caballo, pero milagrosamente pudo meter el dedo índice entre el lazo y la cara. Logró amortiguar así el fuerte y vertiginoso cierre de la "armada", pero "después de haber quedado aturdido y con el dedo, los ojos y las orejas desollados o quemados por el lazo". Así, dice, "quedé por mucho rato viendo visiones y marché unos cuantos días ciego, porque se me formó una costra por sobre los dos ojos que apenas me permitía vislumbrar un poco".

En la campaña de La Rioja de 1840, "recibí -dice- una feroz patada de un caballo en el pie izquierdo, estando montado, que a no ser por la hebilla de la espuela me rompe el pie, pues se dobló la hebilla y se me introdujo en la carne del empeine, dejándome sin sentido". Le calmaron el dolor con "algunas cataplasmas".

Miedo al agua

Ya en vida de La Madrid, los relatos sobre la cantidad de sus heridas formaban parte de la mitología de los fogones de este y del otro lado de la Cordillera. Durante el exilio en Chile, fue a afeitarse en una barbería, y notó que lo miraban fijo al desanudarse la corbata. Supo después que el barbero había oído que "un corbatín de fierro y de goznes me sujetaba el pescuezo, y que quitado este, mi cabeza se reclinaba sobre el hombro, de resulta de las heridas del campo del Tala".

Lo único que le producía miedo era el agua. En 1831 debió ir por mar a Lima. "Era la primera vez en mi vida que iba yo a embarcarme, pues nunca habían podido conseguir en Buenos Aires, los amigos, llevarme a pasear una sola vez a bordo; me parecía que embarcarme y ahogarme eran la misma cosa", escribe. "Tengo más miedo de un río crecido que de tres baterías, pues no sé nadar", comentará otra vez.

No se verá otro

En el acta de exhumación de los restos de La Madrid, en 1895, consta que se verificaron siete cicatrices en el cráneo, más otra en la nariz y una bala de plomo que quedó para siempre alojada en la séptima costilla.

El médico Eliseo Cantón, que asistió al trámite, escribiría que "no he visto en los museos, ni creo se verá jamás, otro cráneo como el suyo, con más cicatrices que hueso". Era, dijo, "la prueba más elocuente de la forma heroica en que lidiaron nuestros antepasados y de los sacrificios sin cuento que demandó la organización nacional".