Una de nuestros tradicionales "misachicos" rurales fue descripto eficazmente por el tucumano -nacido accidentalmente en Buenos Aires- Alberto Córdoba (1891-1964), en "Don Silenio", su novela de 1936.

"Y comienza la procesión. Por el amplio portal de la iglesia surge el Santo, en el centro de su angarilla y bajo su templete, adornado con flores de papel de colores chillones y balanceado por el peso desigual de los cuatro hombres. Ya no suena el tum-tum obsesionante de la caja india. Un violín y un bombo tocan una marcha de compases apretados y nerviosos, como trote de petiso; aturde el estruendo del escopetero; revientan gruesas y gruesas de cohetes", escribe Córdoba.

A la noche, antes de guardar el Santo en un fanal, lo depositan en una estera, en el centro del canchón. Otra vez la caja y el canto plañidero de una vidala. Al final, los versos que cierran la última cuarteta son "repetidos por el coro inarmónico de los promesantes y peregrinos, que los cantan con son litúrgico, fervoroso: ?Santo del Santo de ande nací,/ ampara a tuitos, también a mí".

Rato después, "se ha terminado la ceremonia. En estas almas ha caído una espesa cortina, y vuelven a ser lo que son, lo que han sido, acaso lo que serán: una vibración poliforme de incertidumbre y temores, nacidos de la grandiosidad de los fenómenos naturales, que cobran, en el corazón de los valles y montañas que los circundan, el valor de signos pavorosos, incomprensibles, que las amedrentan y las cubren de supersticiones".