- Está deshidratado el gatito - me explicó el veterinario.
- ¿Y qué debemos hacer?
- Antibióticos para la faringitis y suero para hidratarlo.
- ¿Tengo que dejártelo aquí para las dos cosas?
- Sí, es mejor.
El Mero Macho Mandinga me miraba y maullaba despacio, como temiendo que lo dejara solo en esa clínica de animalitos. Pero no veía otra solución.
Regresé en la tarde, lo cargué en una jaula y lo traje a casa. Parecía recuperado de sus dificultades para respirar, tosía menos y lo imaginaba feliz volviendo a su casa. Esa noche durmió en su sofá preferido y a las cuatro de la madrugada me pidió salir. Le abrí la puerta y entraron como una tromba el Bola Macho y la Turusita. Aproveché para darles alimentos a los tres. Y vi con esperanzas que el Mero Macho Mandinga también comía.
Pero en la mañana noté que volvían sus problemas de tos y las dificultades para respirar. Volví al veterinario y me dio otra dosis de antibióticos que le inyecté en casa. En la noche, cuando yo esperaba verlo recuperarse, parecía disminuido y se vino a mi habitación. Lo dejé que buscara el lugar donde pasar la noche. Eligió el sillón frente al computador, en una habitación contigua. Desde mi cama escuchaba su respiración difícil, estornudos periódicos. Me acerqué un par de veces, noté esa aureola de enfermedad en sus ojos que me miraban dolidos. Ronroneaba suavecito mientras lo acariciaba. Y eran las cuatro de la madrugada pero ambos no podíamos dormir aún. En la mañana regresé con el gatito al veterinario. Lo encontró deshidratado otra vez, me previno que podía ser una diabetes lo que estaba produciendo ese efecto y se lo dejé hasta la tarde nuevamente para que le ponga suero y extraiga sangre que enviaría al laboratorio. Cuando retiré al gatito, su aire frágil y enfermo se notaba aún más. No quiso comer ni beber y se recostó en su sillón preferido, ahí durmió hasta el día siguiente. Eran las 11 de la mañana cuando el veterinario me telefoneó para decirme que la glucosa estaba muy alta. Y que de aquí en más debería colocarle una inyección de insulina por día y darle un régimen exigente de comidas.
- ¿Cuántos años tiene? - me preguntó.
- Catorce.
- Es un tema complejo, pero sugiero que lo sacrifique.
Ahí comenzó mi ánimo a desestabilizarse. Era responsabilidad mía (y acaso culpa) entregárselo al veterinario para que lo mate. Subí a pedalear por la montaña y al regreso traía la decisión tomada. Puse en la jaula al Mero Macho Mandinga después de hacerle cariños y de hablarle mucho. Protestó dolido dentro del encierro mientras lo llevaba en el auto. Le respondí a sus quejidos y tuvimos ese diálogo que sólo quienes han querido un animal pueden entender. En la clínica el veterinario entendió a qué venía.
- ¿Cuánto dura el efecto de la inyección que le pondrá?
- Cinco segundos, o menos.
- ¿Sufrirá?
- No, nada.
- ¿Está seguro que su pronóstico de vida del animalito es malo?
- Sí, tiene diabetes, ciento sesenta de azúcar, en una escala cuyo punto máximo es de cien para ellos. La falta de insulina -su páncreas no la produce- hace que se deshidrate. Mire, ayer lo hidratamos en la tarde, en menos de un día ahora está de nuevo deshidratado.
Retiramos de la jaula al Mero Macho Mandinga. Él me miró y se apoyó en mi mano mientras sostenía su cabecita y le hablaba despidiéndome. Con la otra mano acaricié su lomo cuando el veterinario introducía la aguja de la jeringa en su patita y le inyectaba su contenido.
Fueron tres segundos y sentí su cuerpo aflojarse.
Quedaban ahí sus restos, tan semejantes a él. ¿Y sus imágenes, el sonido de las voces que lo entornaban, los olores que hasta ahí sentía? ¿Desapareció todo en ese trémulo instante de su muerte? Traté de imaginarme ese tiempo suyo interrumpido, ¿cómo es? El tiempo nuestro seguía, yo en él. Me sentí tan mal que no pude detener mi llanto ante su muerte que percibí en mis manos. Retirado de la temporalidad, él en la otra orilla que nosotros, mientras la muerte iniciaba sus estragos en ese cuerpo suyo que dejó. © LA GACETA
(*) Jorge Estrella- Doctor en Filosofía y ex profesor de Filosofía de la Ciencia de la Universidad Nacional de Chile.
- ¿Y qué debemos hacer?
- Antibióticos para la faringitis y suero para hidratarlo.
- ¿Tengo que dejártelo aquí para las dos cosas?
- Sí, es mejor.
El Mero Macho Mandinga me miraba y maullaba despacio, como temiendo que lo dejara solo en esa clínica de animalitos. Pero no veía otra solución.
Regresé en la tarde, lo cargué en una jaula y lo traje a casa. Parecía recuperado de sus dificultades para respirar, tosía menos y lo imaginaba feliz volviendo a su casa. Esa noche durmió en su sofá preferido y a las cuatro de la madrugada me pidió salir. Le abrí la puerta y entraron como una tromba el Bola Macho y la Turusita. Aproveché para darles alimentos a los tres. Y vi con esperanzas que el Mero Macho Mandinga también comía.
Pero en la mañana noté que volvían sus problemas de tos y las dificultades para respirar. Volví al veterinario y me dio otra dosis de antibióticos que le inyecté en casa. En la noche, cuando yo esperaba verlo recuperarse, parecía disminuido y se vino a mi habitación. Lo dejé que buscara el lugar donde pasar la noche. Eligió el sillón frente al computador, en una habitación contigua. Desde mi cama escuchaba su respiración difícil, estornudos periódicos. Me acerqué un par de veces, noté esa aureola de enfermedad en sus ojos que me miraban dolidos. Ronroneaba suavecito mientras lo acariciaba. Y eran las cuatro de la madrugada pero ambos no podíamos dormir aún. En la mañana regresé con el gatito al veterinario. Lo encontró deshidratado otra vez, me previno que podía ser una diabetes lo que estaba produciendo ese efecto y se lo dejé hasta la tarde nuevamente para que le ponga suero y extraiga sangre que enviaría al laboratorio. Cuando retiré al gatito, su aire frágil y enfermo se notaba aún más. No quiso comer ni beber y se recostó en su sillón preferido, ahí durmió hasta el día siguiente. Eran las 11 de la mañana cuando el veterinario me telefoneó para decirme que la glucosa estaba muy alta. Y que de aquí en más debería colocarle una inyección de insulina por día y darle un régimen exigente de comidas.
- ¿Cuántos años tiene? - me preguntó.
- Catorce.
- Es un tema complejo, pero sugiero que lo sacrifique.
Ahí comenzó mi ánimo a desestabilizarse. Era responsabilidad mía (y acaso culpa) entregárselo al veterinario para que lo mate. Subí a pedalear por la montaña y al regreso traía la decisión tomada. Puse en la jaula al Mero Macho Mandinga después de hacerle cariños y de hablarle mucho. Protestó dolido dentro del encierro mientras lo llevaba en el auto. Le respondí a sus quejidos y tuvimos ese diálogo que sólo quienes han querido un animal pueden entender. En la clínica el veterinario entendió a qué venía.
- ¿Cuánto dura el efecto de la inyección que le pondrá?
- Cinco segundos, o menos.
- ¿Sufrirá?
- No, nada.
- ¿Está seguro que su pronóstico de vida del animalito es malo?
- Sí, tiene diabetes, ciento sesenta de azúcar, en una escala cuyo punto máximo es de cien para ellos. La falta de insulina -su páncreas no la produce- hace que se deshidrate. Mire, ayer lo hidratamos en la tarde, en menos de un día ahora está de nuevo deshidratado.
Retiramos de la jaula al Mero Macho Mandinga. Él me miró y se apoyó en mi mano mientras sostenía su cabecita y le hablaba despidiéndome. Con la otra mano acaricié su lomo cuando el veterinario introducía la aguja de la jeringa en su patita y le inyectaba su contenido.
Fueron tres segundos y sentí su cuerpo aflojarse.
Quedaban ahí sus restos, tan semejantes a él. ¿Y sus imágenes, el sonido de las voces que lo entornaban, los olores que hasta ahí sentía? ¿Desapareció todo en ese trémulo instante de su muerte? Traté de imaginarme ese tiempo suyo interrumpido, ¿cómo es? El tiempo nuestro seguía, yo en él. Me sentí tan mal que no pude detener mi llanto ante su muerte que percibí en mis manos. Retirado de la temporalidad, él en la otra orilla que nosotros, mientras la muerte iniciaba sus estragos en ese cuerpo suyo que dejó. © LA GACETA
(*) Jorge Estrella- Doctor en Filosofía y ex profesor de Filosofía de la Ciencia de la Universidad Nacional de Chile.