Por Jorge Estrella
En Chuscha bajamos las motos de la camioneta y empezamos un ascenso que nos llevaría hacia Peñas Azules, unos veinticinco kilómetros hacia el suroeste en la precordillera tucumana.
Las sendas que seguimos en nuestras motos son huellas de ovejas o vacunos que suben en zigzag los faldeos; o trazan cornisas muy angostas y prolongadas que dejan a un costado la ladera y al otro costado precipicios profundos; o trepan y descienden filos, lomos o bordes angostos donde el precipicio está en ambos costados, siempre amenazante de caídas a honduras que espantan.
No se crea que se trata de sendas despejadas: suelen presentar raíces cruzadas que a los animales resulta sencillo franquear con sus trancos, pero que la motocicleta debe trepar rodando y procurando no desestabilizarse en caídas muy riesgosas; o piedras enormes que sabemos, por experiencia, es preferible arremeter sin titubeos para sortearlas, y uno siente ahí, mientras acelera, que el instante futuro es desconocido, impredecible, porque esa rueda delantera en el aire y la trasera trepando la roca pueden tumbarnos o colocarnos en la huella justa, en esa que está ahí, del otro lado del problema, ella sí sabiendo cómo sigue el rumbo del tiempo; y también hay arbustos espinudos, tuscas y aromos florecidos que tienen la virtud de distraer el ánimo, de embellecer el alma con nostalgias atávicas por su perfume venido desde milenios en la memoria, pero que además tienen la mala costumbre de volcar sus ramas altas sobre la senda que uno debe seguir, enganchando la ropa y empujando con su presencia hacia el abismo, hacia ese adversario imperturbable que espera nuestro pequeño error que nos derrumbe tras haber sido incapaces de sortear una raíz, una piedra atravesada o esa rama espinuda que nos empuja sobre el vacío.
Conducir en esas huellas reclama a nuestro organismo que haga lo que sabe hacer, no sólo por experiencias aprendidas, también por atavismos de destrezas traídas desde su trato con el espacio en millones de años. Y es curioso cómo en ese andar se superponen, a la imagen cierta del presente, recuerdos, vértigos, miedos que se acercan al terror, reflexiones, todo ello acompañando o entorpeciendo el manejo preciso que el peligro reclama.
Me sorprendo en esa tarea del manejo preguntándome asuntos inoportunos, porque distraen, pero vuelven una y otra vez. Por ejemplo: ¿Por qué es tan difícil conducir en esas cornisas? ¿Qué debería hacer uno si cae? ¿Por qué nos metemos en este lío, qué hago aquí?
El ascenso de La Tigra estaba entorpecido por un desmonte que había metido topadoras en la senda y dejó piedras y tierra suelta con curvas cerradas donde siempre nos sorprende ver la reacción maravillosa de nuestras máquinas, trepan y salen, a pesar de nuestras dudas. Cuando llegamos a la cima de El Pinar nos detenemos a mirar esa configuración cordillerana que maravilla en sus detalles. Se ve claramente nacer hacia la derecha una quebrada con el río que cruza Rodeo Grande y a la izquierda otra quebrada con el río que atraviesa Ñorco. Desde arriba es sencillo orientarse y ver qué es cada punto: Rodeo Grande, Ñorco, el curso serpenteante de los ríos y arroyos que fluyen hacia el bajo de ambos cauces. Pero en cuanto avanza uno por las sendas, la orientación se complica. Tal es la suma de altos lomos montañosos que convergen -cada uno con su propia quebrada- sobre esas dos quebradas principales. Y recuerdo entonces ese fragmento de un poema de Gabriela Mistral describiendo su tierra cordillerana de Vicuña: "Estos cerros sin desatadura posible".
Descendemos hacia Rodeo Grande. Una majada de ovejas se arremolina a un costado y todas miran ansiosas nuestras motos, como curiosos asuntos que intentan entender desde sus ojos atentos. No entramos en la población, que se advierte crecida, con campos cultivados en su periferia donde antes sólo había montes pelados. Cruzamos el río y allí comienzan los desafíos verdaderos. Es decir, faldeos, cornisas, sendas mezquinamente angostas sobre precipicios hondos. Y en la altura de ese primer ascenso aparecen nítidamente las peñas azules que dan nombre a la zona. Se trata de una pared en forma de herradura, cubierta de pastizales, de unos ciento treinta metros de altura. En la zona media están las peñas. Su color es oscuro y resaltan como inicios de cavernas en esa alta pared casi vertical. Desde ahí vemos la senda que debemos recorrer, cruza la herradura por encima de las peñas azules y hace encoger el ánimo ante el riesgo que traerá pasar por ella. Nos detenemos a tomar líquido y coraje. El olor del aromo de las tuscas es fortísimo. Y en un momento ocurre algo que temía: una rama espinuda de la tusca volcada sobre la senda castiga mi ojo derecho por el hueco del casco y siento un ardor que no me deja ver. Cierro ambos ojos, me detengo y pestañeo para lubricarlos mejor. Quieto sobre el precipicio a mi izquierda, sé que arrancar nuevamente debe hacerse con mucho cuidado, evitando esas contorsiones laterales de la moto al iniciar la marcha, sencillamente porque la senda es muy angosta, no horizontal sino inclinada hacia el abismo. Y no da margen para equivocaciones. Cuando puedo mirar nuevamente, pese al ardor que sigue en mi ojo, avanzo apoyándome sobre mi pie derecho contra la pared.
Hay un viento que silba fuerte, mueve los pastizales, arremolina el perfume de las tuscas, levanta por el aire semillas de vegetales altos que han madurado y se desprenden de su prisión vegetal para sembrar lejos su voluntad de conquistar territorios nuevos. Pienso en mi sistema nervioso, que debe atender tantos estímulos y después hacer bien su tarea para que sobrevivamos ambos. Y algo de piedad siento hacia él junto a la embromada pregunta ¿Qué hago aquí, con ese abismo que me reclama en el costado izquierdo?
Nos detuvimos para almorzar nuestros sándwiches junto a un arroyo murmurador de descensos. El aire limpio, soleado, el silencio de fondo por entre las murmuraciones del viento y del agua, la mirada mansa pero curiosa de ovejas y vacas, la enormidad cordillerana, todo eso nos entornaba. La conversación vuelve sobre esas tres preguntas mías. Y aparecen las respuestas, simples unas, revisables otras: es tan difícil el manejo en esas cornisas porque estamos obligados a ir muy lentos, lo que simplifica la conducción es un mínimo de velocidad que ahí no tenemos; si uno cayera -propongo- creo que lo mejor sería aferrarse a la moto en caída: pues ella tiene relieves que acaso la hagan adherirse a algo y detener o moderar la caída, no como nuestro cuerpo, sin aristas para prenderse en nada; ¿y por qué estamos ahí, arriesgándonos?: buscando la intensidad de la vida, la adrenalina que encumbra el ánimo, venciendo el miedo desde el coraje, aceptando que la vida sin riesgos es una irrealidad a que nos acostumbró la civilización y que la naturaleza desnuda nos trae a la verdadera realidad.
Luego de conducir por descensos de vértigo, llegamos a Ñorco. Y allí tomamos una senda desconocida para nosotros (no la del río, tampoco la quebrada paralela que conduce hasta El Chorro) Ésta, nueva, sigue por la cresta del cerro que separa ambas quebradas. Y espantosamente angosta, con precipicios esta vez por ambos lados casi todo el recorrido de unos tres kilómetros. Constantino va adelante y en un momento la huella se bifurca, una sube el filo muy inclinado de la loma, la otra se desvía hacia la izquierda por una cornisa, ambas se reúnen unos cien metros adelante. Me detengo y veo a mi compañero escoger el ascenso. Trepa con fuerza, pero cuando sólo queda un par de metros para llegar a la cima, la moto empieza a patinar en la tierra suelta y es visible que tiene problemas para seguir o para volver sin caer al vacío por cualquiera de ambos costados. Con el motor detenido, tampoco puede bajarse del vehículo, cualquier movimiento que hace amenaza con tumbarlo a uno u otro lado. Detengo mi motocicleta, con el corazón en vilo, sin muchas posibilidades de socorrer rápido a Constantino y preguntándome si esta vez no se nos ha ido la mano en perseguir riesgos. Pero Constantino es muy hábil en el manejo y ha conseguido descender lentamente por su costado izquierdo sin que la moto se deslice hacia su derecha, la sostiene y comienza a retornar cuesta abajo, pese a que la rueda delantera insiste en levantarse. Una vez en la bifurcación tomamos el faldeo izquierdo. Lo que siguió no fue mejor, la excitación ante las dificultades imponía detenerme a veces luego de sortear un tramo muy difícil y gritar a pleno pulmón:
¡¡¡Mi?a!!! ¡¡¡Mi?a!!! ¡¡¡Mi?a!!!
Finalmente se terminaron los filos y las cornisas, poco antes de llegar al río. De ahí en más la senda se hacía camino y la moto respiraba el aire veloz de sus preferencias. Mientras el ánimo de nosotros comenzaba a ver cumplido ese recorrido del día, a agradecer haber salido indemnes de los riesgos, a terminar en Chuscha cargando las motos y a esperar la recompensa de un rico café que nos tomamos en Tafí Viejo.
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Jorge Estrella - Doctor en Filosofía - Es profesor de Filosofía de la Ciencia de la Universidad Nacional de Chile