Supongo que su nombre habrá sido Karl. A principios del siglo 20 migrar era algo serio: sin televisión, teléfono, aviones o internet, quien se mudaba a otro continente se despedía de la manera más completa. Si la tierra elegida tenía otra lengua, el idioma sólo quedaba restringido a la familia u otros miembros de la comunidad de exilados. Eso habrá contribuido a que en su nuevo mundo, Karl aceptara de buen grado la traducción de su nombre. Cuando en los primeros años de vida la mente infantil descubre el lenguaje, es rápidamente poblada por la identificación verbal de quienes constituyen su mundo cercano. De ese universo pequeño y acogedor de nombres familiares de mi infancia temprana formaba parte el abuelo Carlos, muerto de mal de Parkinson poco antes de mi nacimiento.

Benz, Daimler, Siemens, Diesel son hoy para la mayoría de los habitantes sonidos conectados con la industria de las máquinas y motores de una manera misteriosa. Para los estudiantes de ingeniería, un recuadro de historia en los libros de texto de mecánica; algo que se puede saltear o leer cuando el estudio riguroso requiere una distracción. En la Alemania pujante que emergía de la revolución industrial, Karl estudió en una escuela técnica donde aquellos nombres tenían el sabor de lo cotidiano. Como los Bill Gates o Jeff Bezos del presente, ellos manejaban las riendas de una cabalgadura briosa; un vértigo desbocado pero con destino cierto: el futuro.

Un día de 1914 Karl salió de Liepzig o Bremmen rumbo al puerto de Hamburgo encargado de llevar unas máquinas. Al llegar, le comunicaron que en realidad su encargo era continuar el transporte hasta otro puerto, la lejana Buenos Aires. Soplaba en el mundo el fresco aire de una globalización incipiente (aunque a punto de desplomarse), en la que las barreras aduaneras eran menores y no se requería de visas para recorrer el mundo. Pero más libres aún eran los vientos del alma del joven Karl que apenas dudó en embarcarse. Aquel próspero país del sur era conocido como una tierra receptiva para los europeos y la oportunidad de conocerlo pareció una aventura promisoria; una experiencia seguramente enriquecedora para luego volver a buscar un trabajo más importante en Alemania.

Desembarcó en una tierra de hombres locuaces. El idioma era un problema, pero la mezcla de italianos, españoles y árabes que hervía en Buenos Aires había acostumbrado a los locales a lidiar con extranjeros, a pronunciar despacio los dichos para que se entendieran, y a tolerar con gracia la mezcla de acentos y costumbres. Cuando de Europa llegó la noticia más influyente de su vida, Karl hizo que se la repitieran y fue a corroborarla con sus amigos alemanes. Se confirmó. Alemania se había embarcado en la "gran guerra". Bayonetas, lanzallamas, gases venenosos, la peste, el horror, serían en los años venideros el mundo de los jóvenes alemanes. Comparado con eso, la Argentina era un mar de oportunidades, donde la industria sumaba riquezas a un país que se había armado desde la agricultura. En el norte subtropical el incipiente desarrollo industrial estaba representado por los ingenios azucareros que demandaban técnicos mecánicos. Luego de un tiempo perforando pozos en Jujuy para una empresa checa, Carlos encontró su lugar en los trapiches, calderas, engranajes, y cintas transportadoras del ingenio San José, sobre el verde pedemonte tucumano. No tengo noticias de su carácter pero seguramente algo puede inferirse de lo que sus hijas heredaron. Algunos datos anecdóticos provienen mayormente de relatos de mi madre.

En el mundo del ingenio azucarero, Carlos era uno de los pocos representantes de algo parecido a lo que hoy llamamos la clase media. Lo imagino de pocas palabras y gestos medidos aunque decididos. La peonada lo valoraba como jefe trabajador y eficaz para resolver problemas prácticos. Desde Horco Molle y el Caínzo, al pie del cerro, los chacareros le llevaban enseres agrícolas para que repare y afile, a cambio de verduras frescas. También tenía buenas relaciones con los patrones que valoraban su trabajo y espíritu puritano. En mi casa persiste una mesa plegable hecha por él especialmente para ser llevada a lomo de mula a vacacionar a la estancia de los Frías Silva en Tafí del Valle. Si sus hijas heredaron su carácter, debe haber sido un hombre generoso a límites casi absurdos para el oportunismo lugareño, obsesivamente justo, con una gran capacidad de afecto pero poco demostrativo de sus sentimientos. Una de las pocas imágenes que mi madre solía repetir de su juventud temprana fue la llegada del diario LA GACETA a San José con un titular en letras descomunalmente grandes señalando el inicio de la segunda guerra mundial. María, su esposa, rompió en llanto; nunca escuché una descripción de los sentimientos de Carlos al respecto; ni de cuando llegaron noticias de los atroces bombardeos en Liepzig y Dresden, su tierra natal donde conservaba familiares.

Carlos eligió Argentina para vivir y formar una familia, y fue incorporándose a la cultura tucumana donde fue respetado y quizás apreciado por los locales. Su trabajo no se limitaba a puertas adentro del ingenio, sino a toda la infraestructura periférica, entre ellas, el cargadero. En el tercer cuarto del siglo 20, un típico juego infantil "educativo" era el "mecano"; consistente en un conjunto de piezas alargadas, que podían ensamblarse y estimular así el temprano desarrollo del cerebro ingenieril. El cargadero es una versión realista y gigantesca de una maqueta elemental del mecano. Unos fierros zigzagueantes de decenas de metros que servían para transferir la caña pelada a mano de la carreta cañera al camión o al vagón del ferrocarril, que finalmente lo transportaba al ingenio para transformarla en azúcar.

En las fotos de la época a Carlos se lo ve como un trabajador más, apenas distinguible en aspecto y actitud de los locales. La mezcla de sol, polvo y hollín de ingenio pegándose en los hombres transpirados diluía las diferencias de piel y cabellera. Pero esa homogeneidad se terminaba cuando el rudo silencio de lidiar con cadenas, engranajes, tornillos y herramientas se interrumpía por una orden o una sugerencia de Carlos. Hay algo de lo que ningún inmigrante puede deshacerse si ha llegado de grande a una nueva tierra, por más que se esmere en traducirse a la cultura local. Los dichos sobrios y cabales con que Carlos organizaba el trabajo con el ingrediente de su ineludible acento alemán. Por ejemplo, no podía hacer vibrar la lengua sobre el extremo externo superior de la cavidad bucal para pronunciar la "r" pues la garganta se le cerraba en su base saliendo un sonido más parecido a una "g" trabajosa.

Con la mecanización de la cosecha el cargadero fue abandonándose y sus restos oxidados fueron quedando diseminados en el paisaje tucumano como los huesos de grandes animales prehistóricos. Uno de estos dinosaurios persiste hasta nuestros días en la curva que hace la calle Solano Vera cuando sale al sur de Yerba Buena camino a San Pablo. Desde el punto de vista de la planificación vial, esa curva no parece tener sentido: la ruta se dirige al sur y hace un brusco cambio de dirección para seguir finalmente en la dirección original. En el recodo, hacia el oeste, contra una improvisada cancha de futbol, yace mudo el fósil de un cargadero. Esa interrupción en la armonía de la ruta tiene causas históricas y consecuencias espirituales. Ahí convergían la vía del ferrocarril que llevaba al ingenio San José 8 kilómetros al norte (hoy la "diagonal" de Yerba Buena) con el camino de plátanos que traía la "zorra" del ingenio San Pablo, 5 kilómetros al sur. Estratégicamente situado, lo que hoy es la "canchita" era un centro de acopio y distribución de gran parte de caña cosechada en el fértil pedemonte de la Sierra de San Javier.

Cuando Karl se embarcó para ser Carlos el cambio en su alma no fue inmediato. En cubierta, ya había acomodado su equipaje, pero sólo cuando el buque dejó el estuario del Elba para internarse en el Mar del Norte su mente pudo dejar el pasado y se internó en el futuro. Aunque menos tajante, un corte parecido en el alma sucede cuando uno toma la Solano Vera para iniciar un viaje al sur. Desde que uno sale de casa ya se ha embarcado hacia Tafí del Valle, Mendoza o Santiago de Chile, pero recién cuando deja el paisaje urbano siente que en verdad está de viaje, no en mero plan de viaje. Y típicamente eso ocurre en la curva del cargadero, cuando se abandona Yerba Buena y la ruta se interna en la campiña tucumana. El cuerpo termina de acomodarse en el asiento y el alma se deja arrullar por el fluir del paisaje y el ruido del motor. Ese estado de ánimo es favorable a los planes inverosímiles y a los recuerdos triviales y significativos.

Carlos y María eran ambos alemanes, pero así como habían traducido sus nombres, dieron a sus hijas nombres locales. Pero a estos nombres no los usaban pues habían sido reemplazados por sobrenombres genéricos que significaban simplemente "niñas". A la mayor, Albina Paulina, la llamaban Nena. A la segunda, María Luisa, la llamaban Angú, onomatopeya con la que Nena la había bautizado en consonancia con los primeros sonidos que Maria Luisa emitía. Hará unos 40 años, el Renault 4 en que yo viajaba junto con Nena y Angú se bamboleó en la curva marcando el inicio de un viaje a los Valles Calchaquíes. Y ese salir al descampado con la vista al cargadero las llevó a evocar un instante ocurrido otros 40 años antes.

En el asiento trasero del viejo Ford viajaban las dos niñas. No habían entrado aún en la adolescencia, pero ya tenían la picardía de las mentes que han comenzado a madurar. Hablaban un tucumano perfecto y de la cultura local habían aprendido además el placer de la burla (la "cargada" le llamaban). Sin cinturón de seguridad, el movimiento de las personas en la cabina del auto era más libre que ahora; por eso en realidad iban medio paradas en el centro del asiento. Casi abrazadas, las dos rubitas podían ver mejor el paisaje por el vidrio delantero, entre el hombro pequeño de María en el asiento de acompañante y los brazos de Carlos, que apoyados sobre el volante dejaban ver los resultados del trabajo entre máquinas: un antebrazo con cuero curtido y músculos afilados, y un par de falanges amputadas por alguna distracción. Por el parabrisas, Nena vio el cargadero y tocó con el codo a María Luisa, que era más osada. María Luisa preguntó, sin ignorar la respuesta:

-¿Papá, como se llama eso?
Carlos conocía la trampa, había intuido en sus peones una risa contenida. También sabía que esta vez no podía ni quería escapar de ella, por lo que se entregó felizmente resignado. Para que el instante fuera perfecto se esforzó por pronunciar la segunda "r" lo mejor posible, pero a la primera la dejó seguir su instinto germánico y contestó en voz alta.

-El caggadero.
La cabina del Ford se iluminó con los destellos celestes de cuatro miradas que se cruzaron chispeantes con ayuda de los espejos. De Alemania, Carlos había importado la dificultad para la risa, pero aquella vez soltó una carcajada mansa pero sonora, que siguió reverberando como un eco, cuarenta años después en el alma de Nena y Angú, cuando el Renault 4 se internaba en la avenida de plátanos y dejaba atrás el cargadero.