Las primeras sombras de la noche caían apaciblemente sobre la ciudad. El cálido clima de la jornada, el cielo estrellado y nuestra común ansiedad indicaban que sería una velada magnífica.
Luego de los acordes necesarios para mostrarnos elegantes y atractivos ante las muchachas con las que nos encontraríamos en la fiesta, nos despedimos de mi familia y partimos. Éramos siete jóvenes alegres, apuestos y dispuestos a divertirnos.
Una vez en el salón, pasadas unas cuantas horas, no sé por qué razón sucedió un incidente. Hubo gritos, corridas, forcejeos... Hasta que nos vimos corriendo alocadamente por una calle oscura. Allí sentí un ruido, como el del estampido de un arma de fuego al dispararse. Y corrí, corrí hasta quedar sin fuerzas, mientras mis amigos se alejaban.
No obstante mi cansancio, atiné a ocultarme en una obra abandonada donde nos encontramos todos nuevamente. Yo quería hablar y no podía. ¡No me salían las palabras! ¡Estábamos todos asustados! Miré por el ventiluz que había a mi lado y vi a un grupo de muchachos que armados con palos, puntas y armas de fuego rodeaban la casa donde nos encontrábamos. Mi corazón latía acelerado. En un descuido de los perseguidores mis amigos corrieron, saltaron una tapia y huyeron. Sólo yo quedé atrapado.
Los forajidos entraron a la casa y al parecer no me vieron, o tal vez me confundieron con uno de ellos. Aprovechando la situación, salí de mi escondite y, disimulando, intenté hablarles, pero no quisieron escucharme. Ya en la calle, mientras regresábamos a la fiesta, siguieron ignorándome. Lo que no me extrañó, puesto que estaban todos exaltados, no todos eran conocidos entre sí y parecía obvio que no me reconocían.
En tanto anduvimos un poco, observé que en la esquina venidera había mucha gente, como si hubiera sucedido un accidente. A medida que nos acercábamos se oían quejas, llantos y comentarios de voces desconocidas. Conturbado, me acordé de mis amigos y de nuestra alocada corrida.
Por un espacio libre entre la gente me acerqué a ver lo sucedido y, estremecido, vi en el piso, yacente, a un joven de mi mismo aspecto, que vestía igual que yo, al que no pude verle el rostro. Al instante intenté juntar mis manos, tocar mi piel o mis ropas y me di cuenta de que no las sentía. Así como de que a mi alrededor nadie advertía mi presencia, mi angustia, ni mi desesperación...