A la memoria de Juan Bautista Turbay

¡Ay Juan! ¡Pobre Juan! Un viejo cura de pueblo te bautizó Juan, quizás sin apellido alguno, pero todos te llamaban Juan de las Piedras, así simplemente, "Juan de las Piedras". ¡Vaya a saber qué dulzura o qué lamento encerraría tanta magia...!

Tenía las penas y alegrías de los Juanes, vio unos setenta y pico amaneceres, setenta y pico ocasos. Los llevaba en la encorvada espalda, que hacía de sobrepeso en su frágil humanidad.

Amigo sin pausa de sus amigos, amigos con sus mismos pesares y sus andares por la vida. Sus días amanecían muy temprano, cargaba su hilachenta bolsa que ya no tenía identidad y salía en busca de su comida diaria, no importaba lo que fuera, total importaba tan poco... Tan poco... Casi nada...

Yo quería descubrir el porqué de Juan de las Piedras, qué misterio guardaban para él las piedras; tan humildes, presuntuosas, misteriosas, tan piedras, mudas, frías, huérfanas, dulces, duras, irreverentes, blancas, muy blancas, pero siempre piedras.

Muy ceremoniosamente, con mucho respeto se inclinaba, sus manos se abrían para tomar sus mágicas piedras, sí, ¡tanta magia! Las tenía, ya eran suyas, las apretaba fuertemente y ya estaban tejiendo sus sueños, como se teje la vida.

¡Cómo no comprenderte Juan!, si me decías todo lo sublime que significaban para vos tus piedras, sentías la energía que te irradiaban, la majestuosidad que te transmitían en todo tu ser, que hacían de vos un hombre feliz a pesar de tus pesares.

Tanta luminosidad llegaba a su alma pura, sin atropello, generosa de niño, que lo convertía en un Juan por dentro y por fuera.

El peso de la humanidad pesaba demasiado sobre vos Juan, pero no te importaban el egoísmo, el desamor, las bofetadas, las coronas de espinas que te caían sin piedad y lastimaban tu alma, tu corazón de viejo, que hasta tus piedras enmudecían, callaban y lloraban por vos Juan, con un silencio que partía en pedazos hasta el mismo silencio.

¡Qué fácil era quererte Juan! Te dejabas querer demasiado, ¡qué pocos lo intentaban!

Has tenido tiempo para todo, hasta de perdonar a los injustos que perdieron la posibilidad y el privilegio de ser tus amigos y conocer tu corazón puro de simplezas, de fraternidad, de ilusiones y de sueños, esos que te hacen crecer y caminar.

Una tarde de abril, esas tardes que tienen el color del arco iris, estabas ahí, sentado sobre una gran piedra, viviendo tus días, muy pensativo. Me senté a tu lado, un silencio muy profundo y nada más.

De pronto me dijiste:
- Hoy no es tiempo de sufrir.
Me lo decías con una gran alegría que se te escapaba de tus añosas arrugas.
- ¿Los ángeles vuelan? - me preguntabas-.
Me tomaste tan de sorpresa que fingí no haberte escuchado. Me repetiste:
- ¿Los ángeles vuelan?
- No lo sé Juan, a mí me parece que no.
- Porque ayer los vi volar y bajo el cielo de mis soledades me sentía tan abrazado por sus alas que estuve casi feliz como pocas veces. ¡No importa! Esta felicidad es sólo mía y por primera vez no la quiero compartir -me decía-.
Tengo algo tan de mi propiedad como mis piedras y ahora estas alas me abanican el alma y me dan la simpleza de acariciar el cielo con las manos.
- ¡Volar! Siempre soñaba con volar, escapar de esta fría humanidad y cobijarme en un cálido remanso de paz que me involucre y ser simplemente y por siempre Juan de las Piedras.

Me hiciste llorar Juan, te abracé muy fuertemente y ahí sí te dije: "¡sí, Juan, los ángeles vuelan!"

Caminé y me perdí entre lo conocido y lo desconocido que significaba conocerte y quererte más, Juan. Los días pasaban y me tapaba tu sabiduría, el amar tanto la vida, querer tanto a tus piedras.

No sé, me sentí en una soledad única, de esas que te hacen aletear el corazón, anduve un rato, algo tuve, un no sé qué... Me topé con una piedra triste, sí, hasta la vi llorar y tal vez, quería decirme algo.

Lo presentí Juan, y mis lágrimas acompañaron a esa piedra triste, mustia, tan sola...

Si lo hubiera sabido Juan, no te dejaba partir, pero tuviste la irreverencia de no hacérmelo saber, te dejaste llevar muy silenciosamente.

- ¡Qué pasó Juan! ¿Dios y tus ángeles te querían a su lado?
Ya no serán tus piedras las mismas, ahora tienen otro color, otras tristezas, otros pesares y hasta perdieron la alegría. Están más silenciosas que nunca ¡Ellas se quejan de tu ausencia, Juan...!
Me preguntabas Juan: ¿los ángeles vuelan?... Sí Juan, los ángeles como tú vuelan...

Ya jamás, mientras dure mi tiempo, habrá lugar en mi corazón para cobijar a otro Juan de las Piedras. Las piedras y los días contarán el resto. Ahora sí. ¡Juan de las Piedras y los ángeles vuelan!