Hace unos años, cuando estaba en Buenos Aires, tomé un colectivo en Retiro para ir a La Plata. En avenida Alem y Córdoba subió una pareja. Pude ver los ojos rojos de ella, como henchidos de lágrimas. Apoyó la cabeza en la ventanilla y viajó así todo el trayecto. A su lado el hombre iba serio. Y triste. Había tomado la mano de la mujer y con la otra sacudía un sobre. "Clínica de fertilidad" estaba impreso en el papel.

Probablemente los estudios no habían sido alentadores, y ella lloraba por ese embarazo que se negaba a venir. Quizás él estaba triste porque no podía cumplirle a ella el deseo más deseado. De lo que no tengo dudas es de que formaban parte de ese 16% de parejas que sufre de infertilidad y no puede tener hijos. El Congreso tiene una cuenta pendiente: no sanciona la ley para que las obras sociales cubran los costos de los tratamientos de fertilización asistida. El proyecto ya había sido aprobado en Diputados, pero senadores introdujeron modificaciones y volvió a la cámara de origen. La promesa era tratarlo el miércoles que pasó. La nueva promesa es aprobarlo en la próxima sesión. Mientras tanto, numerosas parejas (una de cada seis) tienen que pagar $30.000 para acceder a un tratamiento. En muchos casos tendrán que repetirlo.

Algunos dirán, con razón, que adoptar es también un acto de amor. Pero nadie puede soslayar lo que significa tener un hijo de sangre. Mucho menos el Estado. Sentencias judiciales ordenaron a las obras sociales hacerse cargo de los tratamientos; tratados internacionales garantizan el derecho a acceder a la concepción de hijos. Nuestros legisladores parecen no haber tomado nota de ello. Me pregunto si la pareja que se bajó hace siete años en la terminal de La Plata logró concebir; o tal vez forma parte de las que aguardan la sanción de la ley. Ojalá que no hayan perdido la esperanza.