Por Rubén Rodó - Para LA GACETA - Tucumán
La suerte no acompaña al César, últimamente. De pronto, su buena estrella comenzó a languidecer. Si no es un revés político, son los infortunios familiares los que lo acosan. Algunos a cargo de su esposa, cuya incontinencia verbal irrefrenable es un clásico para el diccionario de los disparates. Los idus de septiembre, evidentemente, no le son propicios a José Alperovich. Justo en esta hora frente a la consulta popular de octubre que atenaza sus nervios. Quedó brotado de bronca, tras el revolcón del 11 de agosto, atribuyéndole la caída al intendente Amaya, como si él nada tuviera que ver con la derrota.
No termina de digerir el mal humor que derivó de su aventura por Dubai, junto a la zarina, montando un camello en sus ardientes arenas, cuando un desliz de su amada hija Sarita instaló al gobernador y a su consorte, otra vez, en el escaparate nacional. El apellido Alperovich, nuevamente, produjo un ruido estrepitoso en la prensa, las radios y la TV nacionales. Y ni qué hablar en las redes sociales. Ardían. Su nombre anegó la Argentina, a grupas de un escándalo, del cual el matrimonio fue ajeno. Todo porque la joven dentista (31) es hija de quien es: él, gobernador, y ella, Beatriz Rojkés, senadora nacional y la tercera autoridad en la línea sucesoria presidencial, a más de titular del PJ tucumano.
Más linaje político prestado, imposible. Un suceso nimio de este tipo se registra de a cientos, cotidianamente, pero cobró vuelo por sus progenitores y el rango de sus funciones. Ningún medio se privó en señalar que en un control rutinario de alcoholemia en la vía pública se le retuvo el auto que manejaba, por el grado de alcohol en sangre -1,55-, que reveló el examen oficial al que fue sometida Sarita. Son los síntomas de "una embriaguez motora", según la definición científica. En rigor, un elegante eufemismo que esconde detrás dificultades para caminar y mantenerse en la vertical. Un orillero a la beodez la llamaría de otro modo.
La nena se divertía con sus amigas en Yerba Buena y como a menudo ocurre con la descocada juventud de hoy, tomó una copita de más. Y otra y … De buen champagne, seguramente francés, de origen controlado, como corresponde a su nivel económico y social. Tuvo la poca fortuna -¡pobre Sarita!- que cuando regresaba a casa a dormir la mona, fuera detenida por una patrulla de control de alcoholemia. ¡Justo a ella!
Sarita, últimamente, se entreveró de lleno en la política. Ella, también, buscaba su lugar bajo el sol en la estantería oficial, de la mano de su papá, claro, del mismo modo que llegó a su cargo de dentista del PAMI con un generoso número de cápitas. ¿Será su legataria política, ya que su mamá -al parecer- fue descartada? ¿Alperovich habrá cavilado en ella para dejarle su herencia, por transmisión nepótica?
Acaso, sí. Pero es muy joven como para transferirle el cuidado de la poltrona de don Lucas Córdoba. El gobierno tucumano es un potro indómito y no lo monta cualquiera. Sin embargo, cabe tal posibilidad por la concepción absolutista que José tiene del poder, concebido como una pertenencia del Alperovich Group. Por su juventud, más bien habría pensado regalarle una banca provincial o un pupitre en el Congreso de la Nación, en 2015, como hizo ya con su propia cónyuge, el primo Benjamín o Beatriz Mirkin, una ex diputada móvil, de quita y pon, todoterreno. Ahora, las cosas se han vuelto más difíciles con los nuevos vientos políticos que soplan en la geografía argentina. Esa movida de ajedrez es más complicada, si no imposible ya. ¿El episodio de alcoholemia cortó, abruptamente, la carrera política de Sarita?
Su padre y su madre, desde luego, veían cómo la niña de sus ojos se dedicaba con alma y vida a la política. Sarita, sin mucha imaginación, comenzó a coordinar el Ateneo de la Militancia (¿reminiscencia radical?) con el que desparramaba a los cuatro vientos, como una evangelista de la modernidad, el credo político de su padre. ¿Cuál es? Debe estar desconcertada, sin saber por dónde encarar en el jardín de los senderos que se bifurcan. Dentro del peronismo se considera a Alperovich como peronista nacido de gajo, de germinación tardía, un forastero, en síntesis, a quien dentro del partido de Perón se mira como a un herético. Es lo que hoy le cobra el peronismo peronista de la vieja guardia, empujando su desplazamiento en 2015, al ocluirse su re-re-re al infinito, que aún acaricia en soledad.
De andar culebrero en la política y sin solidez en sus convicciones ideológicas, Alperovich saltó de una vereda a otra como un gimnasta del transfuguismo, para terminar abrazado, primero, a Néstor Kirchner y luego a su viuda supérstite. En sus mocedades arrancó radical. Bajo la gobernación del represor Antonio Bussi, con la camiseta de la UCR, se desempeñó muy a gusto como presidente de Hacienda y Presupuesto de la Legislatura, cargo que no se da así nomás a cualquiera. Con Bussi, hasta quiso ocupar la cartera de Economía, sin importarle a quien iba a servir. Pidió licencia a la UCR, pero el partido se la negó, como recuerdan viejos militantes de boina blanca dispuestos a dar fe.
¿Entonces, qué es, en verdad, lo que rescata Sarita de su progenitor, cuando en la plaza Urquiza -que utilizaba como búnker para sus entusiasmos juveniles- hablaba en nombre del padre? ¿Es el peronismo que aquél no siente o su bulimia de poder sin saciedad? Hay que preguntárselo a ella.
El desliz de su hija sumió en depresión al matrimonio. Hace tiempo y a lo lejos, quien catapultó el apellido al plano nacional fue Yo, José. Protagonizó un suceso resonante, no por un acto de gobierno precisamente, sino por el accidente de bicicleta que tuvo, según la versión oficial difundida entonces. También, a quién se le ocurre salir a pasear en un vehículo tan precario. El manual de protocolo de las casas reales -a las que bien puede equipararse la monarquía aldeana, con la distancia del caso- aconseja al soberano ser más precavido.
Sacrificarse por la Patria
Al llamado de la Patria nadie se resiste. Es la convocatoria que nos viene desde el fondo de la historia, un mandato de conciencia ineludible. Siempre hay prohombres dispuestos a sacrificarse y prestos a cumplir el sagrado deber de todo ciudadano. Excusarse no es de hombre de bien. Al parecer, algo así le ocurre al presidente de la Corte Suprema de Tucumán. Semanas atrás, Antonio Estofán sintió esa llamada interior y públicamente anunció su predisposición a ofrendar su propia inmolación como titular del Alto Tribunal.
Es su anhelo vehemente seguir sentado en la poltrona mayor, porque se trata de una carga pública -adujo-, si sus pares se lo piden, claro. Esa es la cuestión. Por lo que se filtró, no todas las vacas sagradas de ese Olimpo respaldarían su autopostulación. En tal caso, si fuera necesario, se votaría a sí mismo para coronarse. Todo sea por la Patria, aunque el acto en sí esté reñido con la ética, particularmente en un togado de su estatura.
A fines de octubre próximo -casi coincidentemente con la segmentada mutación del Parlamento Nacional-, renovará sus autoridades el máximo órgano de la justicia. Es un cambio de piel, sin cambiar nada. Lo que se llama gatopardismo a la tucumana, químicamente impuro. Son comicios de sólo cinco electores, contrariamente a las legislativas del domingo 27, con concurrencia de cientos de miles y miles de sufragantes.
La elección en la Corte representa el ejercicio de una diminuta democracia, pero desvirtuada, claro, por el voto cantado -en sobre cerrado y con moño-, que conocen los supremos de antemano. No por su escaso padrón, guarda menos relevancia. Su significación institucional y política es sustantiva por su ligazón, detrás los cortinados, con el poder político. La mudanza de la cúpula debe concretarse cada dos años. Estofán está concluyendo su segundo mandato consecutivo. La dirigencia del arcoiris político, la corporación de abogados, el gremio de jueces y funcionarios judiciales, y la sociedad en pleno, contrariamente al sentido altruista y de desprendimiento con que barniza Estofán su ambición a la re-re, ve que su gesto esconde un aire continuista, propio de los tiempos que corren. Por contagio del César, no quiere ser menos que su amigo. Pretende, también, atornillarse a la silla mayor y no es su intención soltarla, si puede.
Sigilosamente, el gobernador, muros adentro del palacio, juega sus fichas en esos comicios de rápida definición, pero de sinuosas negociaciones entre los cortesanos y el poder político. Todo cubierto con un manto de discreción como exige un caso de fina cirugía. El zar no disimula su interés en la composición de la pirámide de mando.
Le importa -y mucho- por su intrínseco peso político. Quien resultare electo titular de la Corte, comandará la Junta Electoral en la consulta de 2015. Fiscalizará el proceso del comienzo al fin. Aquí, se renueva el poder político en su totalidad, desde el gobernador para abajo. Están en disputa, además, cinco pupitres de diputados y tres de senadores nacionales. El zar, al final de su mandato, querrá mantener el control de un órgano decisivo en un año que pinta caliente como ninguno. Cristina será destronada, en cumplimiento de la ley de alternancia, no por facciones destituyentes como piensa ella. Y él, muy a su pesar, tendrá que pasar la posta a otro.