Cada año se suma alguien más a la peregrinación de la “Virgencita”. “Cabulin, ¿Te animás? ¡Mirá que te van a doler los pies!” “¡Sí, meta nomás!” A los 13 años no iba a dejar que piensen que sigue siendo changuito. El domingo se levantó como a las cinco y se fue con su tío, que es verdulero como su papá, a encontrarse con otros puesteros en el Mercofrut. De ahí salieron caminando hacia la ruta 38 que los lleva directo a Catamarca. ¡Qué habrán dicho las vecinas del barrio que no escucharon las ofertas de papa y zapallo! La vieja jardinera con su altoparlante atronador esta semana no pasó. Tampoco se los vio en los semáforos de las avenidas.
Son las dos de la tarde. Camino de subida en suelo catamarqueño. La vegetación abandona el verde tucumano y se oscurece. Sólo espinas y sol. Bidú Díaz no da más y se tira a descansar. Su piel es una brasa. Casi le ha desaparecido el tatuaje de la Virgen del Valle que lleva en el pecho. “Si no se sufre no tiene sentido. A la Virgen hay que llevarle todo el dolor de uno, las heridas que recogés en el camino y en la vida”, dice como si de pronto hubiera dejado al verdulero para convertirse en sacerdote. Quizás, 11 años de peregrinaciones no han sido en vano.
“Aquí nos ayudamos entre todos; si uno se queda, los demás lo esperan”, dice sentado en el piso y rodeado de sus 13 compañeros. Todos tienen puesta una remera blanca con la estampa de la Virgen que les dona una señora desde hace ocho años. “No sólo caminando podés honrarla a la Madre, sino también ayudando a otros peregrinos. Como hace Kikí, por ejemplo; es un hombre que conocimos hace algunos años, él va en camioneta, le da agua a los promesantes y lleva las mochilas más pesadas”, dice todavía sentado a la orilla del camino.
La ruta está llena de buenos samaritanos. En Concepción hay una familia que todos los años cocina un lechón y le lleva a los verduleros para que coman al costado de la ruta. “Nosotros no nos alejarnos del camino”, aclara Arturo Alvarado, el mayor del grupo. Los menores son Abel, de 16 años y Walter, 18. “Siempre tratamos de llevar jóvenes, porque son los que están en peligro por esa basura de la droga”.
Brahím y Rubén Rabí vienen cabalgando a lo lejos. Han salido el domingo a las 10 de La Sala, San Javier (son 290 kilómetros hasta Catamarca). Llevan tres animales, el negro Taison, una yegua color caramelo (la Entretenida), y un pinto que les prestaron los Fernández cuando pasaron por Famaillá. El jueves por la tarde los agarró una tormenta con granizo. “No teníamos dónde refugiarnos. Los caballos estaban asustados, los cubrimos con los aperos y nosotros, con los ponchos”. Los dos gauchos, padre e hijo, han pasado por todos los climas, el sol impiadoso, la tormenta y la piedra. “El viernes se nos terminó el agua, no teníamos ni para nosotros. Empezamos a rezar y de la nada salieron unos chicos con agua fresca. La gente es buena. Seguimos varias horas y llegamos hasta un puesto de asistencia al peregrino, donde nos dieron arroz con pollo”, agradece.
En la ruta, cada uno pone su grano de arena con lo que puede. No hace falta caminar siete días para honrar a la Virgen.
Se reacomodan los valores
Algunos van más rápido, otros más despacio. Hay momentos de hambre y de sed, pero no hay kioscos ni heladerías. La plata pierde sentido. En el silencio del campo las cosas tienen otro valor. La sombra de una morena de copa generosa equivale a un hotel de cinco estrellas. Un vaso de agua fresca sabe mejor que una copa de champán. El cielo estrellado es el mejor espectáculo. El tiempo no vale oro cuando se trata de esperar al compañero que se ha quedado en el camino ... a veces sin siquiera se sabe su nombre.
Hay quienes caminan solos, otros en grupo. Daniel Sánchez es un peregrino solitario que no necesita decir que es devoto de “la Morenita” porque la lleva tatuada en la frente. Es de Villa Alem y camina a Catamarca desde antes de perder su ojo derecho, hace 15 años. “Ahora estoy por perder el otro ojo, pero ciego y todo voy a seguir viniendo agradecerle. Yo no podía caminar porque tenía jodida la columna, seis años he estado postrado, pero Ella me ha devuelto las piernas para que yo pueda volver a trabajar (es verdulero), por eso, mientras estos pies me lleven voy a ir a Catamarca a darle gracias”, dice sin dejar de caminar bajo el sol.
Un poco más adelante va lento, medio tambaleante, Luis Juárez, de Las Talitas. Ha salido el sábado a las 20 con sus dos hijos y su nuera. A las cuatro de la tarde del domingo ha llegado a Monteros, donde una familia le prestó una galería para dormir. Por la noche, partió hacia Aguilares y caminó todo el día. Descansó en La Cocha. “La gente es muy solidaria. Voy rezando por todos los que me ayudan. Pasando La Cocha salió una señora con un bebé desde un ranchito muy humilde y me llevó mate cocido. Voy a pedir por ella también. Quiero llegar antes de la medianoche a Rumi Punco, ahí hay una señora que siempre me reserva un colchoncito para que me tire a dormir”.
Luis no puede ocultar los kilos que tiene de más. Le chocan las piernas. Pero no es la primera vez que camina los 280 kilómetros que lo separan de la Virgen. Camina envuelto en una bolsa de arpillera como si fuera un chal. No soporta el sol. No alcanzan los sombreros. Aunque hay un puesto sanitario en cada municipio, el agua se termina antes de llegar al pueblo siguiente. “Tratamos de avanzar por la noche, pero es peligroso. Los camiones se nos tiran encima y las 4 x 4 pasan muy fuerte”, dice Luis.
¿Cuánta fe hay que tener para caminar 330 kilómetros? “Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan ... ¿Acaso no valen ustedes más que ellos?” (Mateo 6,26).