El daño ha sido muy grande. A los muertos y a los perjuicios materiales hay que sumarles la desesperanza.
Los ciudadanos han perdido la confianza. Ayer el profesor cortaba la calle. El mozo amigo tiraba vidrios para que alguien se corte. El chico del quiosco se aferraba a un arma para disparar sin compasión. Y el policía no salía de su casa o protestaba permitiendo el caos.
Los tiros, las armas, la bronca, el miedo y la desazón marcaron el pulso del ciudadano.
Nadie habló hasta el mediodía. A esa hora, Alperovich pidió por favor que la policía deponga su actitud. Le dijeron no. Después fue el arzobispo y lo negaron otra vez. Finalmente, la estrategia fue poner mayor firmeza y amenazar con el desalojo -y acariciar, una vez más, con la billetera-. Ya era tarde. La violencia dominaba los espíritus. Por eso se armaron, se encerraron y pusieron barricadas. Se defendían de sus pares.
En el hospital Padilla un ser humano (vecino o saqueador, es lo mismo) llegó con una bala en la cabeza. A pocos metros una mujer tenía una cortante herida en el cuello... y entre su ropa escondía paquetitos de cocaína. Escenas de caos sobran; el control, escasea.
Cuando se le pidió una autocrítica o analizar errores, Alperovich miró para otro lado. El y su equipo equivocaron la estrategia. La gente esperaba que la protegieran y terminó saqueada. La Policía se llevó la plata y el vecino le dejaron el miedo.
Las cacerolas hacieron ruido, pero no solucionan nada. En el barrio un vecino desvalijó a otro. Y eso no se cura fácilmente. Da la sensación de que alguien ganó, pero todos perdimos. El daño ha sido enorme.