En tiempos de ajuste, la cultura tiene muchas posibilidades de ser afectada. Los milagros no existen en política económica, conjunción de palabras que, en sí misma, tendría que ser una obviedad: toda economía debe estar conducida por la política, tiene que transformarse en el brazo ejecutor de planes y proyectos determinados. Lo contrario es que la economía conduzca la política, que la caja disponible de cada administrador sea la que defina qué se va a hacer en la coyuntura, sin ideas a largo plazo.
Los cimbronazos golpean por todos lados. Nada ni nadie se aísla, aunque para algunos la exposición es mayor. La definición de una política cultural es un área extremadamente sensible, más cuando muchas iniciativas y construcciones culturales dependen de los aportes estatales. En otros tiempos, la conciencia ideológica de autogestión de diversos colectivos los hacía ponerse al margen de toda presencia del Estado. El discurso era que todo subsidio implicaba, directa o indirectamente, un condicionamiento al discurso que se podía dar desde la tela de un pintor, la voz de un cantante o la interpretación de un actor.
Esa barrera hoy parece levantada. Algunos hablarán de bandera bajada, de una entrega ante la billetera, y resistirán con una conducta irreductible; otros afirmarán que es una conquista arrancada al poder, el logro de que el Estado sostenga la producción artística en forma directa, largamente reclamado. Puede que ambos tengan razón, según la mirada y la experiencia individual de si se condicionan o no los mensajes artísticos (si es que ellos existen).
El problema sobreviene en tiempos de vacas flacas. ¿Qué podrá pasar con elencos privados si se desfinancia la Ley Provincial del Teatro, y se recortan los montos destinados a salas y al montaje de obras a los que están acostumbrados (más allá de las quejas)? ¿Quién contratará a los músicos para los festivales populares callejeros gratuitos, alejados de los escenarios con entrada paga? ¿Qué ocurrirá con los empleados públicos precarizados a través de contratos en distintos estamentos, cuya misión era producir cultura? ¿Cómo pensar en grandes puestas en escena, cuando no alcanza la plata para comprar partituras?
La diferencia entre un escenario y el otro es, precisamente, el diseño de una política cultural estatal, sea en el ámbito nacional, provincial o municipal. El dinero rebosante oculta, la mayoría de las veces, la ausencia de planes; total, si pago y hacen, quién se preguntará cómo será el futuro. Estas limitaciones abarcan la dependencia, muy fuerte por cierto, de muchos productores privados locales de espectáculos en su relación con el Gobierno de turno, en especial en la última década. Las relaciones se afinaron hasta tal punto que los grandes espectáculos que se montan en la provincia se sostienen, en buena parte, del dinero público. Si este falta, ¿cómo lo compensarán?
Un ejemplo sobre la falta de propuestas de medio y largo plazo se puede ver en la escasa presencia de tucumanos en el Festival de Cosquín: como lo viene diciendo LA GACETA, apenas una decena de grupos artísticos participarán de alguna de las nueve lunas, que ya están en su recta final. De cerca de 300 grupos en escena, la cifra representa el 3,33%. Una miseria. Hace dos años, la delegación de Tucumán tuvo una presentación rutilante, con un espectáculo conceptual con 200 artistas y montaje especial. Ni en los años anteriores ni en los siguientes se repitió una presencia institucional en la plaza Próspero Molina. La justificación es que no hay plata.
¿Alcanza la explicación? Definitivamente no, ya que la ventana de exposición que es Cosquín no se puede comparar con ningún otro festival (folclórico o de algún género musical). ¿Convenía invertir en el festival? Quizás no, pero la respuesta debe partir de una evaluación política de planes y objetivos y no ampararse en la falta de recursos. ¿Dónde se orientará el dinero que no se gasta en la convocatoria cordobesa? No se sabe, ya que aún no se anunció el programa completo de actividades de este año.
La previsibilidad de los resultados culturales está relacionada con el mantenimiento en el tiempo de los proyectos y de las propuestas. La cultura no es un puente, que se sabe cuándo se empieza y tiene fecha de terminación (más o menos probable); es un bien inmaterial que se evalúa mientras se construye, y que se asienta según los tiempos sociales, no de escritorio. Cortar una experiencia por la mitad es peor que no haberla empezado; es que el puente apunte al vacío, sin avisos de alerta.
Es muy probable que en 2016, Tucumán vuelva a Cosquín, para el año del bicentenario de la Declaración de la Independencia. Pero si no hay nada antes ni después, será sólo un pilar más en una obra que nunca llega a ningún lado.