Por Alfredo Ygel - Para LA GACETA - tucuman
¿Por qué al hombre se le hace irresistible el mal? ¿A qué oscuras fuerzas responde el hecho constatable tanto en la vida cotidiana de cada uno de nosotros como en la historia de la humanidad, de que el humano descargue su crueldad contra su semejante? ¿Cuál es la razón que hace que grandes masas humanas sean seducidas por líderes o ideas autoritarias que desencadenan muerte y destrucción? Y por último, ¿cuál es la fascinación del mal?
Es a partir de estas preguntas que podemos entender al fenómeno, en apariencias insólito, que Mi lucha, el manifiesto que Adolf Hitler escribió en prisión luego de un fallido golpe de estado en 1923, donde resume sus ideas de una conspiración judía mundial, sea un sorprendente éxito en el mercado de libros electrónicos. Este libelo panfletario constituyó el sostén ideológico del programa de exterminio de judíos, gitanos, discapacitados y opositores políticos al régimen.
Bajo el pretexto de la curiosidad, amparados en el hecho de que el ejemplar de lectura es virtual y no el libro físico (por lo que no es necesario siquiera exhibirse en su lectura ni mostrarlo en la propia biblioteca), ¿qué es lo que quienes lo adquieren intentan encontrar? Se trata del libro que dio fundamento al holocausto, es decir a la matanza de millones de personas. Considero que se trata de develar el misterio, de hacer existir un Otro pura maldad, un Dios oscuro que todo lo puede sin ningún tipo de límite. Un ser pura maldad que tuvo la potestad de anular simbólica y materialmente a millones de seres humanos reduciéndolos a la condición de puro objeto. De eso se trata en la atracción irresistible, en la captura monstruosa en el mal, en la que el sujeto queda atrapado como objeto de sacrifico a los dioses oscuros. El sujeto se somete a un líder o una idea que le asegura la existencia de un Otro absoluto que le depare seguridad y amparo imaginario frente a la angustia, la inermidad y la inseguridad de la vida. Al encarnar el mal en una persona y hacer de este un demonio o un gran personaje en la idealización, se asegura un Otro que ostenta un poder frente a lo irremediable y la finitud, alguien que esta mas allá de los pesares y miserias de lo cotidiano de la existencia. De allí hace falta sólo un paso para que identificados al ideal se puedan cometer los crímenes más atroces haciendo del mal una banalidad, como bien lo señalara Hanna Arendt, ejecutando estos actos como si se tratara del cumplimiento de una legalidad burocrática, despojados de toda subjetividad .
Esta operación permite otro efecto. Al entificar el mal en alguien transferimos hacia ese personaje demonizado el odio y la crueldad que nos pertenece, ese mal radical que es parte de nuestra condición humana. El mal nos remite al odio. Este se presenta desde un principio en el humano y es precursor del amor. Esta fuerza que aparece indestructible hace que siempre sea posible retornar a este odio originario. Sigmund Freud postula que en los grupos humanos se abre una solución a la pulsión de destrucción formando grupos o comunidades reducidas y convirtiendo en enemigos a quienes están en el exterior de dichos círculos. Se crea así un objeto de rechazo que va desde el “narcisismo de las pequeñas diferencias” en el que nos diferenciamos de nuestros vecinos, hasta llegar a la segregación, el racismo y el exterminio del otro.
Las guerras, los asesinatos en masa, los exterminios colectivos, dan testimonio de aquello que está presente desde el origen tanto en el individuo como en los colectivos sociales. La violencia fratricida que aparece ya en el mito de Caín y Abel pone en escena la rivalidad asesina entre los hermanos, desencadenada bajo la mirada del padre. Esa crueldad, ese odio asesino, es lo que la cultura intenta domeñar bajo el precepto de “amarás a tu prójimo como a ti mismo” instando al amor al semejante. Ese odio siempre está al acecho y puede desencadenarse en cualquier circunstancia. De allí que el psicoanalista Fernando Ulloa lo enunciara de este modo: “Usted, yo, nuestro vecino, poseemos altas dosis de crueldad”. Esta advertencia nos sirve para pensar en los repetidos fracasos de instalar definitivamente la civilización frente a la barbarie, para situar como único antídoto posible frente al odio y la segregación del otro, el reconocer como propia esta tendencia a gozar del sufrimiento humano y a desconfiar de los loables principios altruistas que a veces declamamos. Y esto no solo respecto del sufrimiento del otro, aquel que ponemos en el lugar del extranjero, sino en nosotros mismos allí cuando nos sometemos pasivamente a la crueldad de algún Otro.
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Alfredo Ygel - Psicoanalista, profesor de la Facultad de Psicología de la UNT.