Como es sabido, en 1879, después de un breve regreso a la patria, el tucumano Juan Bautista Alberdi (1810-1885) volvió a París, donde habría de morir. La enfermedad empezó a acosarlo. En sus “Documentos históricos del doctor Juan Bautista Alberdi” (1938), Manuel Villarrubia Norry, narra una anécdota de esa época.
La salud de Alberdi “sufría muchas alternativas”. Tenía el ánimo atormentado y a menudo se le oía decir “tengo enemigos que me espían y me persiguen”. Estaba internado en una clínica del barrio de Neuilly-Sur-Seine, dirigida por el doctor Augusto Leduc. Allí tenía cierta comodidad, ya que junto al dormitorio estaba una pequeña sala de recibo.
Un día llegó a la clínica un tal Eugenio Vigneau. Quería hacer una consulta a Alberdi porque, dijo, “había oído decir en el barrio que era un gran abogado”. El tucumano, que estaba bien ese día, lo recibió y escuchó atentamente su problema: querían despojarlo de una casita que le correspondía por herencia. “Quédese tranquilo, yo me ocuparé de arreglarlo todo”, le dijo Alberdi.
Cuando Vigneau se retiraba, “dejó sobre la mesita dorada que estaba en el centro de la sala uno o dos luises en pago de su consulta”. Alberdi, “que jamás había cobrado dinero alguno mientras ejerció su profesión en París, por no tener revalidado su título ante la Universidad de esa ciudad, se apresuró a tomar las monedas y, poniéndolas en la mano de su cliente, le dijo: ‘Tome, buen hombre, compre con ellas flores para su esposa’. El cliente había perdido a su señora hacía pocos meses, y quedó muy agradecido por esta atención”. Se hizo entonces amigo de Alberdi y empezó visitarlo a diario.