Marina Bericua
Derecho empresario - Univ. de San Andrés
BUENOS AIRES.- Con la orden dictada al Bank of New York (BONY) para que devuelva a la Argentina el pago depositado a los bonistas reestructurados, el juez estadounidense Thomas Griesa pareció dar un guiño favorable hacia el país. En algunos ámbitos de gobierno se consideró como un hecho positivo que el magistrado al menos decidiera no embargar los 539 millones de dólares destinados a saldar el vencimiento, pero lo cierto es que no tenía jurisdicción para hacerlo fuera de los Estados Unidos: la cuenta de la entidad norteamericana se encuentra radicada en el Banco Central de la República Argentina (BCRA). Pese a que parecen haberse conseguido 30 días más de tiempo, sin embargo, la Argentina ve como día a día se van limitando las opciones de negociación con los acreedores.
Este callejón que parece sin salida, empezó a recorrerse en diciembre de 2012, cuando el Gobierno rechazó un gesto de buena voluntad de la Corte de Apelaciones de Estados Unidos, que le pidió a la Argentina que presentara una fórmula alternativa y un cronograma de pago a los holdouts. En aquel momento la respuesta fue que el país no obedecería un dictamen judicial en ese sentido. La Argentina repite hoy el modus operandi y Griesa intuye, no sin causa, que sin la espada del default sobre el cuerpo el país reiterará su conducta.
Tampoco puede considerarse la mejor estrategia la de repudiar las decisiones de los tribunales que se aceptaron para que dirima el litigio con los holdouts. Griesa debe pensar que si le permite a la Argentina incumplir sus decisiones atenta contra la fortaleza institucional de su tribunal como ámbito judicial apto para resolver esos conflictos. El mote de “defaulteador serial” que se dio al país tiene relación más con esas bravuconadas que con hechos históricos, ya que hasta finales del siglo pasado la Argentina siempre había cumplido con sus obligaciones de deuda externa.
La mayoría de las naciones latinoamericanos que se endeudaron en los 70, defaultearon en los 80 y la Argentina lo hizo en dos oportunidades. Muchos artículos se escribieron acerca de cómo se llegó a ese último default, pero casi todos coinciden en que la principal causa fue el déficit fiscal. La base del plan de convertibilidad de los 90, cuyo objetivo principal fue el de contener la inflación, requirió la restricción de la emisión de moneda y, como consecuencia, la necesidad de eliminar el déficit o de financiarlo a través de deuda.
El déficit no pudo disminuirse y la deuda aumentó y en ese escenario las exportaciones cayeron por falta de competitividad y también los recursos públicos para hacer frente a la deuda.
Todo eso, sumado a las devaluaciones que sufrieron los países con los que la Argentina tenía intercambio comercial, la caída del precio de los commodities y la crisis global hizo que el país no pudiera reaccionar. La situación de crisis interna y de falta de credibilidad externa imposibilitó, entonces, cualquier posibilidad de extensión de plazos o de nuevos préstamos. La situación institucional se agravó con la sucesión de presidentes, y con la salida de la convertibilidad la deuda externa pasó de ser de 67% a 166% del PBI.
También es importante recordar el origen de las negociaciones para la reestructuración de la deuda. Varios países pasaron por ese proceso (Rusia, Ecuador, Paquistán, Ucrania) y lograron quitas a valores nominales (hasta 50%), alargamientos de los plazos con la emisión de nueva deuda y un porcentaje bajo de holdouts. Sin embargo, ninguno de ellos llegó a situaciones como la que enfrenta hoy la Argentina.
Históricamente, las negociaciones de las deudas se realizaron siempre en el marco de las negociaciones con los otros organismos multilaterales acreedores (FMI y Club de París en el caso argentino), pero en la primera década del nuevo siglo, por las razones que fueren, la Argentina decidió no seguir los procesos de reestructuración aceptados y comenzó otro sin ese apoyo y por fuera de las condiciones que se consideraban “de mercado” (quitas de entre 27 y 30%).
Esa decisión de no respetar las reglas no escritas de reestructuración de deudas soberanas, más el repudio a la autoridad de los jueces que tienen jurisdicción sobre el conflicto, pueden haber tenido una gran influencia en la manera en que la Argentina es percibida por esos Tribunales. Las muy recientes acciones del juez Griesa hablan por sí solas. El rechazo de la cautelar; el nombramiento del abogado Daniel Pollack como “special master”, un título que bajo la ley estadounidense no da facultades para “negociar”; el fallo para establecer el cumplimiento de la sentencia, y la orden al BONY de devolver los fondos a la Argentina, demuestran que las opciones de lograr una negociación conveniente son, por lo menos ahora, muy limitadas.
Acaso sea la hora de poner sobre la mesa una verdadera propuesta de pago, como la que en su momento se planteó sólo discursivamente: un pago en efectivo similar al propuesto a los bonos reestructurados para no incumplir la RUFO (Rights Upon Future Offers) y un bono a emitirse cuando esa cláusula pierda aplicabilidad. (DyN)