Policías circulando en moto sin casco, sin patente, sin espejos retrovisores. Policías durmiendo. Policías con la mirada clavada en el celular. Policías filmados en algún operativo que delata su absoluta carencia de instrucción. Policías que emplean lenguajes y modales abusivos, groseros, dignos de un barrabrava, Hay mucho más. De los cientos de denuncias que a diario llegan a LA GACETA por medio del servicio de whatsapp una generosa proporción desnuda el costado más reprobable de la fuerza policial.
En ese ranking de la indignación ciudadana, cabeza a cabeza con los “azules” emergen los varitas. Si los inspectores de tránsito viajan en camionetas y camiones violando las normas de tránsito, ¿como pretenden poner orden?, se preguntan los lectores. Los videos proponen un guión repetido: municipales que intentan llevarse motos o poner cepos enfrentan la ira popular. En cada esquina, una batalla.
Si la sociedad desconfiaba de su Policía antes de la hecatombe del año pasado, hoy la sensación es de un profundo rechazo. Y eso que pasaron 12 meses desde que los efectivos jugaban al truco mientras Tucumán se incendiaba. El tiempo no curó ninguna herida. Con los varitas se sabe que el encono deriva de la corrupción incontrolable que campea por la repartición. Los funcionarios municipales subrayan que cualquier programa de depuración colisiona contra el sindicato. Los únicos tucumanos capaces de afirmar que los varitas no son coimeros son sus dirigentes gremiales.
Una ciudadanía disociada de sus servidores públicos es una familia disfuncional. Y si la cadena de la confianza está rota, ¿cómo convivimos con un mínimo de armonía?
El uso intensivo del servicio de denuncias, un flujo de datos que no se corta ni a la madrugada, refleja la necesidad de los tucumanos por ser escuchados. Nada peor que sentirse vulnerables, llamar al 911 y recibir un desesperante “no tenemos móviles”. O que se corte la luz y en EDET ni siquiera contesten el teléfono. Y qué decir de la SAT, uno de los blancos favoritos de los whatsapperos que nadan en líquidos cloacales u observan cómo el agua cristalina corre pegadita al cordón mientras de sus canillas no sale ni una miserable gota. El humor social también se mide por el grado de contención que recibe un ciudadano cuya calidad de vida está conectada al respirador artificial. Por algo el humor social de Tucumán es de perros.
Hace poco pasó por los cines una película extraordinaria, cuyo título -“Primicia mortal”- no dice mucho. Es la historia de los cazadores de noticias que recorren las calles de Estados Unidos cámara en mano, capturando en tiempo real imágenes de accidentes o de hechos policiales. Altamente recomendable. Ese espíritu inquieto, alimentado por el afán protagónico (¿quién no lo tiene?) y por la certeza de sentirse partícipes de un pedacito de la historia impulsa a quienes alimentan el whatsapp con fotos y videos de alto valor noticioso. En ese sentido, el smartphone es una herramienta formidable.
Basurales, alacranes, calles inundadas, barriales, cables sueltos, postes que se caen, yuyales y baldíos conforman la escenografía que el whatsapp encastra a fuerza de realidad. Obras mal ejecutadas, vandalismo, zonas abandonadas a la buena de Dios. Pavimentos que se horadan a la primera lluvia. De la capital a Concepción; de Yerba Buena y Tafí Viejo hacia los Valles; de Banda del Río Salí y Las Talitas al interior profundo que exhibe cráteres disfrazados de rutas y caminos vecinales. Cada denuncia llega rigurosamente documentada, lo que potencia su credibilidad. La evidencia desarma el manual de excusas de los funcionarios o empresarios de turno. Los pasajeros están hartos de los choferes que se bajan a charlar o a jugar a la quiniela en medio del recorrido. Y también del estado de las unidades, sobre todo de las líneas que cubren el trayecto al sur y a San Pedro de Colalao. A veces no se dimensiona hasta qué punto se vive mal en Tucumán.
Más difícil es dinamitar las barreras del miedo, por más confidencial que sea un sistema de denuncias. “Acá venden drogas todos los días”, “no se aguantan más los robos”, “ni siquiera se puede esperar el colectivo en paz” y un sinfín de etcéteras enhebran el discurso de la desprotección. La familia, además de disfuncional, lidia con la inseguridad.
Por un lado está la sociedad, desbordada de problemas y urgida de soluciones. Por el otro, estructuras que no dan abasto para afrontar tantos reclamos, y en gran medida deslegitimadas por culpa de sus propios pecados. De estos desafíos, quienes gobiernan y quienes pretenden hacerlo no dicen una palabra.