Reactivación de la obra pública de mediana y de baja envergadura; declarado empleo de esos trabajos con fines electorales; un historial invicto en materia de comicios y deplorable calidad institucional. Estos fueron, a gran escala, los puntos cardinales de los tres gobiernos de José Alperovich, quien el 29 de octubre pasado dejó el sillón de Lucas Córdoba, tras 12 años de gobierno. “¡Qué increíble! Todos mis nietos nacieron conmigo como gobernador. No conocen un abuelo que no sea gobernador. Ni un gobernador que no sea su abuelo”, razonó en la última entrevista que concedió a LA GACETA. Ese ejemplo doméstico dimensiona toda una era política.

En ese diálogo, Alperovich también contrastó, con sus propias palabras, las consecuencias de una gestión que le dio incontestable prioridad a los trabajos públicos e indudable desatención a la institucionalidad. Por un lado, se jactó de haber inaugurado 420 escuelas; por el otro, reconoció que si algo faltó fue calidad educativa.

Ese divorcio entre lo que es y lo que debe ser es la marca distintiva del alperovichismo. Y durante este año, el despedida del alperovichismo, se hizo patente de manera incontrastable. Una y otra vez.

La necesidad de terminar con un Estado ausente devino empleomanía: en 2003 había 40.000 estatales, ahora hay 80.000.

El gobernador prometió en 2003 que su gestión haría que los tucumanos se olvidasen de Celestino Gelsi, el mandatario que dejó para los tucumanos el dique El Cadillal. Pero en marzo, media provincia se convirtió en un embalse: la mitad de los departamentos tucumanos sufrió inundaciones.

Los 140.000 millones de pesos en presupuestos públicos que amasó la gestión entre 2003 y 2015 debieron servir para que las lluvias no produjeran tantos estragos. Pero las licitaciones públicas, que debieron ser el mecanismo preferido para adquirir bienes o servicios públicos (así lo exige la Constitución que el mismo alperovichismo reformó) fueron ignoradas serialmente. Así que por toda respuesta frente al contraste de miles de evacuados y de miles de millones gastados es una larga y dudosa lista de trabajados encargados por contratación directa.

El poder, al cual Alperovich define como “el poder de ayudar”, se convirtió en poder para defenestrar. “¡Yo tengo 10 mansiones, no una, y estoy acá! ¡Yo puedo estar en mi mansión ahora, pedazo de animal, vago de miércoles!”, le gritó su esposa a un inundado.

Las elecciones debían ser una celebración de la democracia, pero las que se realizaron para elegir al sucesor de quien gobernó durante tres períodos seguidos fueron, otra vez, un bestiario de fraudulentas maniobras clientelares. Otra vez, acarreo de votantes y reparto de bolsones. Esta vez, agravados por urnas quemadas o embarazadas en las escuelas, y refajadas en la Junta Electoral.

Esos desmanes determinaron que, en un hecho sin precedentes, la Cámara en lo Contencioso Administrativo declarara nula la votación del 23 de agosto, en un fallo luego desestimado por la Corte provincial. Tucumán fue, otra vez, la noticia vergonzante de la Argentina. Y nada menos que en la víspera del Bicentenario de la Declaración de la Independencia.

Los jubilados transferidos siguen muriéndose sin cobrar el beneficio de la movilidad y de la porcentualidad que la ley y las sentencias judiciales mandan que se les liquide. El aberrante crimen de Paulina Lebbos sigue impune.

Tanto descontrol melló la propia gestión de Alperovich, que en su última entrevista se cotejó con Julio Miranda. “Hice más de lo que soñé en 2003”, trocó. Ya no se midió con Gelsi. “Sería petulante compararme”, alegó. Todo un cambio de discurso frente a la soberbia oportunidad perdida por los tucumanos.