-Hay que tener una sensación directa de las cosas. Yo no pretendo poseer toda la verdad, ni mucho menos.
Pilar Bonet (Ibiza, 1952) se presenta enunciando el principio fundamental del oficio que desempeña: esa credencial ya dice mucho sobre esta conocedora del Kremlin. Buena parte de lo que el público hispanohablante sabe sobre el final de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), la Perestroika (o Reestructuración) y esta nueva Federación Rusa lo sabe -sin saberlo- por Bonet. La corresponsal española del diario El País cumple desde fines de los años 70 un rol periodístico invaluable en Europa del Este contando noticias y “traduciéndolas”. Pero Bonet rechaza los pedestales, y todo el tiempo defiende el derecho y la obligación de atenerse a los hechos, no a las interpretaciones. En un café de Moscú, la periodista abre con generosidad el archivo de su memoria para explicar la Rusia del presente: un país que, según su criterio, mira obsesivamente para atrás.
-¿Rusia es hoy un populismo?
-Creo que sí. Si entendemos por populismo hacer promesas que después no se cumplen; el dirigir la opinión pública de una forma emotiva por determinados carriles; el usar los inconscientes colectivos, y los traumas y las imágenes arquetípicas acunadas por la historia para mayor beneficio del sistema, pues sí, Rusia es populista. Hay un problema porque este país es muy joven desde el punto de vista de la experiencia política. Salió de la servidumbre en la segunda mitad del siglo XIX, y apenas tuvo tiempo de empezar a industrializarse y de reformar la propiedad de la tierra antes de la Primera Guerra Mundial. Después vino el socialismo, que tampoco tuvo tiempo de evolucionar por la vía democrática. Vinieron Stalin y la Segunda Guerra Mundial, y llevamos 25 o 26 años de un poscomunismo que de entrada parecía que iba hacia una convergencia con el mundo occidental, pero ahora no se sabe bien hacia dónde se dirige. Parece que ha emprendido un retorno hacia el pasado. Entonces, creo que existe un gran miedo a afrontar las reformas acumuladas pendientes de índole social, económico y político, y existe un refugio en los estereotipos. A eso hay que añadir la caída del imperio y la pérdida de los territorios. La tarea resulta muy complicada porque nunca se acabó de desmantelar el aparato de la Guerra Fría y los mecanismos represivos soviéticos. Las grietas se volvieron a abrir antes de que se hubieran cerrado. No se trabajó conjuntamente la historia, cosa me parece importante.
-¿Qué significa eso?
-Buscar un enfoque común o por lo menos consensuado; entender los argumentos de unos y otros respecto del pasado, y poder amalgamarlos. En Alemania, el entonces canciller Willy Brandt se hincó de rodillas en el Gueto de Varsovia (1970) y aquello de alguna manera cerró el pasado. Francia y Alemania fundaron el CECA, Comité Europeo del Carbón y el Acero, que después se transformó en la Unión Europea: de alguna forma hubo una voluntad de trabajar el pasado con una perspectiva compatible. Pero cuando unos países han sido invadidos por otros invasores, y estos no sólo no se arrepienten sino que reivindican lo sucedido, pues es normal que haya miedo y desconfianza. El Báltico teme a Rusia por razones históricas, lo mismo que Polonia, a la que se la cargaron rusos y alemanes. Uno es amigo de sus amigos, pero más amigo de la verdad, y lo cierto es que Stalin y Hitler fueron aliados hasta que uno se volvió contra el otro. Estos acontecimientos tienen consecuencias si no se curan.
-Es un péndulo atormentador.
-La desconfianza existe y es real. Aquí la anexión de Crimea (en 2014) ha generado una fisura, un antes y un después. El 8 de diciembre de 1991 se desintegró la URSS: días después, la anulación se trató en el Parlamento ruso en una sesión bastante rutinaria donde no más de ocho diputados sobre cientos votaron en contra de la disolución del bloque. Fue “una minoría mínima” la que se opuso. Eso se ratificó luego en la Cumbre de Alma Atá del 21 de diciembre de 1991. Por si no fuera poco, existía un acuerdo entre Rusia y Ucrania firmado a fines de 1990 que reconocía las fronteras. Luego hubo un pacto sobre delimitación terrestre. Después ambos países rubricaron un tratado de amistad y el Memorándum de Budapest… Hay numerosos documentos con validez internacional que reconocen las fronteras ucranianas. Ni Rusia ni Ucrania consideraban mecanismos de secesión: es más, en Rusia pueden condenarte a cinco años de cárcel si te expresas en contra de la unidad del Estado. Guste o no la política de Ucrania, lo cierto es que su vecino se metió en su territorio, sin respetar la legalidad internacional. Por eso la anexión de Crimea marcó un antes y un después.
-¿Rusia está volviendo a abrazar el sueño imperial?
-Ya es el país más grande del planeta. Y sí, esa visión expansionista es muy arcaica en un mundo donde está claro que los fenómenos más importantes, como el cambio climático, el terrorismo y la proliferación nuclear, son transfronterizos. Es correcto hablar de un presente que se empeña en la antigüedad.
-¿Los métodos del zarismo siguen vigentes?
-Estuve trabajando bastante sobre los 100 años de la Revolución Bolchevique. Mi primera constatación es que me gustaría ser historiadora y conocer más. La segunda es que la Revolución tenía muchísimas aristas y no estaba escrito que acabara como acabó. Eso también la hace más fascinante. El marxismo no tenía por qué prosperar en Rusia: no había condiciones teóricas. En cierto modo lo acomodaron en la matriz religiosa: sustituyeron una religión, la Iglesia Ortodoxa, por otra, el marxismo. Por eso, desaparecido el segundo culto, vuelve el primero con tanta potencia. Pero nada se repite igual.
-Llama la atención la recuperación de la figura de Stalin.
-Stalin es el personaje más popular de Rusia, según las encuestas. Por delante de Pedro “El Grande” incluso. Está todo dicho si Stalin, que de alguna manera es el responsable de la muerte de millones de personas, sigue siendo la figura más célebre de este país. Los rusos recuerdan que con él ganaron la Segunda Guerra Mundial y fueron respetados, y dejan de lado las ejecuciones masivas, los campos de concentración, los engaños sobre las estrategias de los alemanes… La veneración de este dictador soviético sólo podría entenderse por la exaltación del nacionalismo: el patriotismo arcaico, tramontano y medieval es prioritario. Eso quiere decir que para los rusos sigue siendo más importante un Estado fuerte y temido que comer bien y tener comodidades.