De 19 a 7 de la mañana comienza el trabajo de Antonio Rivadeneira (54). Camina una y otra vez entre las tumbas del Cementerio del Norte. Para él es una tarea común, que realiza hace más de dos décadas. Para otros sería un escenario que sumado a la oscuridad transmitiría pánico. "Esta gente ya está descansando, ya no molestan a nadie. Hay que tenerle miedo a los que están afuera", afirma una y otra vez el sereno.
La noche le va ganando lugar al día en la avenida Juan B. Justo al 2.000. Rivadeneira le pone el candado a la puerta del cementerio y empieza con su labor. Recorrer hasta el día el enorme previo para que nada altere la tranquilidad del lugar. Lo hace acompañado por un policía que lo custodia. El trabajo de un miembro de la fuerza de seguridad es necesario porque los actos de vandalismo son constantes, inclusive los asaltos a la gente que va a visitar la tumba de un ser querido. "Este lugar es peligroso, como todos. Ingresan, roban y se van", advierte.
"Por ahí escucho algunos ruidos. Se cierra alguna puerta por las noches, se siente silbidos o que viene algo murmurando. Pero no se va más nada que eso, ya estoy acostumbrado. Son más de 20 años los que llevo aquí. Los que vienen a hacerse los pícaros son los vivos, entran a robarle a la gente. Saltan la tapia a la siesta. Un solo policía no da a basto. Este lugar es grandísimo", reconoce.
Mientras camina por el cementerio hacia la parte del jardín, Rivadaneira cuenta cuáles son algunos de los personajes que ya "descansan", como le gusta decir a él, en el cementerio. "Por allá están Los Gardelitos", comenta mientras señala el lugar donde se encuentran los restos de algunos de los integrantes del clan que atemorizaba a la provincia en la década de las décadas de 1980 y 1990. Detrás de los nombres de las lápidas hay historia que el sereno sabe describir mejor que cualquier epitafio. Los años fueron abasteciéndolo de canas y de información sobre los difuntos.
"Riva", como lo conocen, llegó por primera vez al cementerio hace 48 años, cuando acompañaba a su madre a vender flores. "Era durante el gobierno de (Juan Domingo) Perón. Ayudaba a mi mamá con la limpieza. Hacía algunas changuitas y con eso ganaba algunas monedas. Era una linda época. Con lo poco que ganaba me alcanzaba", recuerda.
Luego de tener otros empleos, entre los que menciona al comercio y a la gastronomía, Rivadeneira terminó en el lugar donde había trabajado por primera vez. Volvió al cementerio para colaborar con el mantenimiento hasta que lo nombraron como sereno. ¿Se imaginan pasar todas las noches en una necrópolis? Para muchos, una pesadilla. Para Antonio, una labor con la que mantiene a su familia, su mujer y un hijo de 10 años, que a veces lo visita para caminar a su lado entre las sepulturas. "Ellos ya están acostumbrados a que yo venga a trabajar de noche. Es parte de mi vida", concluye.