Por Patricia Kreibohm
PARA LA GACETA - TUCUMÁN
En enero de 1919, se iniciaron las conversaciones de paz en París y por primera vez, no se incluyó a los vencidos. Durante esos meses, los alemanes vivieron en la incertidumbre y llegaron a pensar que la decisión de los Aliados sería benigna. Cuando se les leyó el documento final, se indignaron; se negaron a firmar y renunciaron a sus cargos. El conde Ulrich von Brockdorff-Rantzau, quien dirigía la delegación, expresó: “Alemania se niega a firmar este tratado… debido a las condiciones de paz que se le imponen y que implican la destrucción económica y el deshonor político y moral de Alemania y las generaciones presentes y futuras”.
Como afirma Alvaro Aurane, los días siguientes estuvieron signados por las presiones de los vencedores. De hecho, el Comando de las Fuerzas Aliadas les advirtió que, si no lo rubricaban, los vencedores quedarían habilitados para “proceder sin ningún límite en las operaciones militares”. La respuesta fue: “Alemania está dispuesta a indemnizar daños, pero no puede hacerlo si no le dejan suficiente carbón para las industrias… Alemania, no está dispuesta a ceder territorios netamente alemanes y no tiene la intención de ofrecer resistencia, pero no dejará gobernar a los aliados”.
Entonces, el Comando Aliado expresó: “Esta guerra fue el mayor crimen consciente contra la humanidad y la libertad de los pueblos, y por parte de un pueblo, pretendiéndose civilizado… Por mucho tiempo, los gobiernos alemanes, fieles a la tradición prusiana, se esforzaron por obtener la hegemonía de Europa. Cuando todos los pueblos libres procuraban la prosperidad e influencia que reivindicaban legítimamente, quisieron dominar o tiranizar a Europa y esclavizarla como hacían de Alemania, inculcando a sus súbditos la doctrina de que la fuerza es el derecho y desarrollaron los armamentos bajo el pretexto falso de envidia de los vecinos… Alemania es responsable del desencadenamiento de la guerra, es responsable de su conducta salvaje e inhumana y de sus gobiernos que violaron la neutralidad belga, de la que Alemania era garante… Con objeto de terror sistemático procedieron a ejecuciones e incendios deliberados, usaron los primeros gases tóxicos, bombardeos aéreos, tiros contra ciudades lejanas sin razón militar, y la campaña submarina, desafío de piratas al derecho internacional, causando numerosas muertes inocentes, o lo que es peor aún, poniéndolos a merced de las tripulaciones de los submarinos… Esclavizaron de manera salvaje y brutal y deportaron a millares de hombres y mujeres… Infringieron a los prisioneros tratos bárbaros que parecían increíbles a los menos civilizados. Alemania tendrá la justicia que reclama, pero la justicia debe hacerse por todos los muertos, heridos, enfermos y enlutados, a fin de que Europa se vea en libertad del despotismo prusiano. La justicia impone restituciones y la protección momentánea hacia Alemania, industrialmente intacta y hasta fortificada por sus robos, advirtieron… Alemania, que sólo hizo daño, debe sólo sufrir consecuencias”.
El 24, la asamblea nacional alemana decidió, por 237 votos contra 138, firmar el Tratado, que se rubricó el 28 de junio. Ese día, nada terminó.
Desde que se inició la Conferencia, fue claro que, más que un foro de los pueblos, ésta sería una nueva batalla; ahora, en el campo diplomático. El Consejo Supremo -compuesto por los jefes de gobierno de Gran Bretaña, Francia, Italia y Estados Unidos- era el de más alto rango. Estaban además, el Consejo de los Cinco; el de los Diez y 58 Comisiones Específicas. Durante el proceso, se realizaron 1646 reuniones.
Como no había agenda previa, los delegados desconocían el tratamiento de los asuntos. De hecho, todo fue complicado y conflictivo; los debates se hicieron interminables; los asuntos secundarios oscurecieron los temas centrales y con frecuencia, se perdió de vista una cuestión crucial: cuál iba a ser el papel de Alemania en la Europa de la post-guerra.
Según Henry Kissinger, en teoría, los principios norteamericanos de seguridad colectiva y de autodeterminación desempeñarían ese papel. Sin embargo, en la práctica, el dilema de la Conferencia se ubicó en las diferencias entre el Orden Internacional que proponían los EEUU y la situación de Francia. Wilson no creía que los conflictos internacionales tuviesen causas estructurales; consideraba natural la armonía y propuso crear una institución que eliminara los choques de intereses; la Sociedad de las Naciones. Para Francia, protagonista de tantas guerras europeas, ese choque de intereses era real y no aceptaba que hubiera una armonía mundial. Sólo quería garantías firmes a su seguridad. Sabía que para eso sólo había dos caminos: o el desmembramiento de Alemania, o el compromiso de que EEUU y Gran Bretaña la protegerían. Ninguna de las dos cosas parecía factible.
Otro problema fue la disolución de los imperios Austro-Húngaro y Otomano. Con respecto al primero, se decidió crear una serie de pequeños nuevos Estados en la Europa oriental (Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumania). Un modelo frágil e inestable, que planteaba más dudas que certezas. Cuando ya era tarde, Lloyd George comprendió el dilema y, el 25 de marzo de 1919, escribió a Wilson: “No puedo concebir mayor causa para una guerra futura que la del pueblo alemán -que ciertamente ha demostrado ser una de las razas más robustas y poderosas del mundo– que se encuentra rodeado por muchos Estados pequeños, cada uno de los cuales contiene grandes masas de alemanes que van a clamar por reunirse con su patria”
Finalmente, el núcleo conceptual de Versalles se concentró en el artículo 231 que adjudicaba a Alemania toda la responsabilidad moral y material de la guerra y la obligaba a afrontar todos sus costos y perjuicios. Dicho artículo establecía que: “Se declara a Alemania culpable de todos los daños y las pérdidas infringidos a los gobiernos aliados y asociados. Alemania se compromete, por ello, a reparar… daños causados a civiles por los actos de guerra, por actos de crueldad, daños que atenten contra la capacidad de trabajo, daños relativos a los bienes, etc.”
En el documento final se establecieron las sanciones territoriales, militares, financieras y económicas, entre las que se destacan: pérdida del 13% del territorio, una cantidad inusitada en oro, en concepto de reparaciones e indemnizaciones; privilegios económicos y comerciales para los vencedores; la entrega de la mitad de la producción química y farmacéutica, de carbón, de cabezas de ganado, de producción agropecuaria y todos los barcos de la flota mercante. En total el documento contiene quince partes y 440 artículos; un monumento inspirado por la revancha que sólo sirvió para alentar las rivalidades y las desconfianzas mutuas.
En realidad, durante el proceso, el Reino Unido buscó un equilibrio, pues advirtió que, en esas condiciones, Alemania no podría recuperarse y, si eso sucedía, no cumpliría con sus obligaciones. Más tarde o más temprano, esto iba a afectar a todos. Sin embargo, Londres también sabía que a las poblaciones victoriosas no les importaba la opinión de los economistas.
Así nació el Tratado de Versalles; un tratado demasiado punitivo para ser conciliador y demasiado benigno para impedir que Alemania se recuperara. Un tratado que tampoco sirvió para consolidar la paz y recuperar la convivencia europea pues, para los alemanes, fue un Diktat que los humillaba y los arruinaba. De hecho, poco después, estos argumentos fueron usados por los nazis para conducir al país y al mundo a un nuevo infierno.
Ya en los años 30, muchos historiadores afirmaron que Versalles fue un compromiso débil -situado entre el utopismo norteamericano y la paranoia europea- que no le sirvió a nadie. Un huevo de serpiente que hipotecó el mundo de la post-guerra con temores, recelos y resentimientos.
Como sostuvo John Keynnes, que participó en las negociaciones: “Esta paz cartaginesa no es ni buena, ni posible ni práctica… y parece más bien un ataque a la piedad y al buen sentido que una vía para solucionar definitivamente los conflictos entre las partes.”
A partir de entonces, se inició la Entreguerra. Atrás quedó la hegemonía del Concierto Europeo, la Belle Époque y el mundo de las ilusiones burguesas; el Romanticismo decimonónico y la grandeza de las dinastías. A partir de los años 20, cambió la mentalidad colectiva y surgieron las vanguardias que transformaron el arte, la música y la ciencia. La producción industrial y las sociedades, se hicieron masivas y el nuevo rol de la mujer modificó la vida familiar, laboral y social.
Diez años más tarde, cuando estalló la Gran Crisis, muchos miraron con disgusto y resentimiento a Versalles; y en septiembre de 1939 volvieron a mirarlo una vez más.
(C) LA GACETA
Patricia Kreibohm - Magister en Relaciones Internacionales. Profesora titular de Historia Moderna y Contemporánea de la Unsta.