Por muchos años, no sentí el viento.

Viví encerrado entre los altos edificios de la gran ciudad, y si algo pasaba, recurría a las noticias que daba la televisión.  Espero que hoy no den la mía.  A mis alrededores siempre abundó el duro cemento, los altos edificios, los amplísimos autobuses, y los trenes subterráneos, esos que eran los que acortaban las distancias entre las obscuras oficinas y mi arrinconado apartamento.

Agrisó mi piel, tanto como mis cabellos, hasta el punto de parecer un albino.

Fue entonces cuando recurrí muchas veces a esa horrenda escafandra del gimnasio para tostarme como un bizcocho.  Sabía que el solo aspirar a hacer una visita a las playas de mi tierra natal, era tan circunstancial, como lograr algún día el ansiado tratado de paz entre mi país y el vecino, pues siempre se odiaron entre todos los políticos de siempre, y así mantuvieron todos sus cargos en unas guerras sin treguas por muchas generaciones...

Ahora ya sabe el motivo de haber emigrado, y hasta poder verme como un exilado más en esta nevera de todos los inviernos grises, y trabajando aislado en la principal factoría de armamentos tácticos.  He estado rodeado a distancia de esas otras gentes que odian gente, y hasta experimentando el esfuerzo de sobrevivir en un país que nos vende armas con obtusas disculpas para obtener el petróleo con el que viven calefaccionando todos sus ambientes.

Vivir solo me ha hecho notar que se me han pasado muchas cosas por vivir.

Ya sé que es tarde para intentarlo, pues he llegado a la edad del deterioro: camino lento, la piel está reseca, oigo lo que me llega cerca... y de pronto ni me interesa, el mundo de muchos y para sólo unos cuantos, ése ha dejado de existir.  El retorno a mi país se hace lejano y adverso, pues viéndolo bien... es ahora cuando desciendo muy rápido desde el balcón del décimo tercer piso..., y es únicamente para sentir el viento.

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Renandarío Arango - Escritor y fotógrafo colombiano.