Creo firmemente que la petición de los enfermos terminales debe hacerse extensiva a ancianos que sufren de padecimientos físicos y psíquicos indecibles, propios de su edad. Se ha legalizado el aborto a la mayoría de los países y sin embargo no está permitida la voluntad de dar término a la propia vida cuando la persona considera que se ha tornado insoportable, cuando su cuerpo y su intelecto acusan impiadosamente el paso del tiempo, sin poder hallar perspectivas de futuro para seguir adelante con la parte más dura del peregrinar humano. Si bien hay quienes aseguran que el aborto es inmoral porque se trata de asesinar a un ser que no dio su voluntad para ello, la eutanasia (etimológicamente “buen o feliz morir”) en mayores estaría circunscripta sólo a aquellos que, con su conciencia en funcionamiento pleno, darían su consentimiento para ello, ya sea en forma presente o previa a su pérdida de autodominio. No habría ningún daño eventual a terceros. Por supuesto, se descuenta que debería estar reglamentada por leyes que aseguren la autonomía de la decisión individual, descartando presiones ajenas y/o depresiones curables. Parecería una propuesta de un futuro distópico al que nos tienen acostumbrados las series de Neftlix pero, agudizando el enfoque, considero que la perspectiva del suicidio asistido mitigaría en gran medida nuestras cargas físicas y mentales, siendo que la soledad, el abandono, la enfermedad, la decrepitud y la pérdida de la autosuficiencia corporal y mental, constituyen los temores que más suelen afligirnos cuando aún tenemos potestad sobre nosotros mismos. Es decir, sufrimos por partida doble: en el presente cuando nos vamos encaminando hacia ese futuro incierto y cuando este último se corporiza y ya no somos dueños de nuestro cuerpo ni de nuestra mente. Es hora de dejar a un lado la hipocresía, los eufemismos y las idealizaciones con que solemos referirnos a la ancianidad y los sufrimientos que ella conlleva en su etapa más avanzada. Algunas voces discordantes dirán que el suicidio, en todo caso, debe ser concretado por la misma persona; y justamente esa posición muestra una falta total de solidaridad y compasión hacia la persona sufriente. Vivimos en una sociedad que condena la eutanasia y sabemos que ejecutar un suicidio exitosamente no es una empresa fácil ni asequible para la mayoría de las personas, menos las mayores. O sea, el doliente debe hacerse de valentía para cargar con la culpa que le transfiere la sociedad y, al mismo tiempo, encontrar un método de seguro cumplimiento. ¿Por qué, si no albergamos creencias religiosas que presumen de otorgar un sentido al sufrimiento de una decrepitud irreversible, debemos transcurrirla y resignarnos a sobrellevarla, sin ningún significado para nosotros? Ya la vida se ha encargado seguramente de imponernos los padecimientos “debidos o no”. En Suiza existe una organización llamada “Exit” que asiste a ancianos que optan por el suicidio asistido o eutanasia. En Holanda se ha presentado un proyecto de ley de “vidas completas”. Abogo plenamente por esta forma de término de la vida. ¿Acaso podemos ser compasivos con los animales y no con los seres humanos? Considero que sería un derecho humano esencial logrado y un gran alivio para las personas que transitamos la recta final. Pensemos que muchos ancianos desesperados, en lugar de tomar una decisión drástica y de imprevisibles consecuencias, podrían planificar su muerte y hacerlo apaciblemente de las manos piadosas de la solidaridad humana, y hasta rodeados de la contención de sus seres queridos. Animémonos a cambiar nuestros paradigmas. Luchemos por una vida y una muerte dignas, en lugar de agregarle sufrimiento sin fundamentos absolutos. Es un debate que, despojado de prejuicios y creencias, nos debemos en cuanto sea posible. “La vida es un derecho inalienable pero no un deber inexcusable”.
Ana Lía Toledo
Ayacucho 290
San Miguel de Tucumán