Dictar cursos de redacción para decretistas me dejó algunas enseñanzas, casi todas tristes. Los empleados públicos que asistían a ellos se empeñaban en aprender. Es decir: aceptaban que los signos de puntuación eran decisivos y que no se podían usar sin un criterio estricto; que sus oraciones abundaban en circunloquios innecesarios; y, esto era lo que más los impactaba, que la cantidad de mayúsculas que usaban era inútil e incorrecta en el cincuenta por ciento de los casos.
Tras cada clase, estos alumnos adultos volvían al trabajo dispuestos a hacer correctamente su labor. Pero regresaban desanimados a la clase siguiente porque sus jefes, tras una infranqueable coraza de ignorancia, les exigían que siguieran escribiendo como ellos creían que era lo correcto. Y no lo era.
¿Cómo podría haberse solucionado eso? Simplemente dictando aquellos cursos primero a los jefes de reparticiones y recién luego a los empleados; en otras palabras, había que crear y entender la necesidad. Si el jefe no sabe y cree que sí, impone a los subordinados su propio desconocimiento.
Todo esto se entiende hasta aquí, pero ¿qué tiene que ver con la falta de interés por la lectura en los niños, que es uno de los temas de esta convocatoria? Sencillamente en lo que podríamos llamar, de forma clara aunque incorrecta, “la cadena de mando”. ¿Cómo pueden algunos padres, y algunos maestros también, hacer que los niños opten por la lectura, si esos niños no ven que sus superiores la practican? O sea que habría que enseñarles primero a ellos la importancia de esa actitud culturalmente enriquecedora. En fin, el viejo consejo de predicar con el ejemplo. En una época tan gráfica (tan visual) como ésta que vivimos, los argumentos ya no alcanzan; es necesario que los más pequeños nos vean leer y disfrutar de lo que hacemos.
Ya llevamos un año y medio de pandemia y encierro. Hubiese sido un momento y una oportunidad inmejorables para practicar la lectura en familia. Si funcionaba antes, ¿por qué no ahora, si esta calamidad mundial nos llevó al núcleo, al origen, a la cueva? Pero así como el aislamiento universal no sacó lo mejor de nosotros, sino que potenció lo peor que teníamos (nuestro egoísmo, por ejemplo), el encierro nos aisló todavía más, con nuestro celular (familia tipo: cuatro celulares, cuatro náufragos); y la lectura, al menos en su modo tradicional, siguió y seguirá esperando.
Como final, no apocalíptico, me entusiasma imaginar que siempre habrá algún niño lector, un “perro verde” sin antecedentes en el entorno, de esos que cada tanto aparecen en los lugares más inesperados; en la típica familia actual, por ejemplo.
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Rogelio Ramos Signes – Escritor, difusor cultural y docente.