Simón Morales (62) sembró un rosal en la Puna. Lo plantó en la huerta de su casa, la única vivienda de la localidad de Botijuela, a 4200 metros de altura frente al inmenso salar de Antofalla. En la aridez de la zona, lo regó y cuidó; lo vio crecer. Se convirtió casi en una compañía para su solitaria vida en esos parajes extremos: Simón plantó un rosal en el desierto.
En el pasado su familia vivía en la zona, pero hoy sus hermanos viven en Antofagasta de la Sierra, a 96 km del lugar. Durante el paso de la Expedición Norte, Simón se encuentra en ese pueblo, donde también tiene una casa: “vengo de vez en cuando, pero tengo que volver porque allá - en Botijuela- hay muchas cosas que atender y no me puedo quedar mucho en el pueblo”, dice.
El grupo de expedicionarios llegó hasta allí para pedirle autorización y abonar el peaje que cobra para acceder a sus terrenos: construyó su casa él mismo, con adobe y piedra, sobre un balcón natural con la mejor vista del salar de Antofalla, uno de los más impactantes paisajes naturales del mundo. “Vivo de una pequeña pensión, del turismo, de mi huerta y de los animales”, explica.
Con el permiso de Simón, el contingente parte hacia Botijuela. En el camino la científica María Eugenia Farías cuenta que lo conoció en el año 2017, cuando buscaba ecosistemas bacterianos primitivos en una vega de agua. “El equipo y yo nos hicimos muy amigos de Simón”, dice María Eugenia. “En las conversaciones siempre surgía el tema del rosal, Simón lo quería mucho”.
Pero un día el rosal murió y la tristeza del hombre fue enorme como la Puna. “Él estaba muy mal”, cuenta Farías. “Con el equipo decidimos conseguir otro rosal, se lo llevamos y lo recibió muy feliz. Desde ese día lo llamamos el ‘Principito de la Puna’”, revela emocionada.
Simón resguarda su nuevo rosal en un lugar secreto. Tiene también una huerta, donde cultiva papa y maíz, y ganado de llamas y ovejas. “Todo es atendido -dice- si no es atendido se muere todo ahí -en Botijuela-; hay que contener el agua de la vega para el riego y no dejar que se vaya al salar y se pierda. Yo ya no tengo 20 ni 30 años pero igual soy como de acero: no veo viento, ni veo frío cuando hay tareas para hacer. Y hay mucha tarea, porque este invierno va a parir la hacienda y hay que dar de mamar a los corderitos y estar atentos”.
Además, al hombre le toca cuidar al ganado del acecho de los pumas. Sus allegados aseguran que va matando más de cinco de estos animales, pero ante la pregunta sobre el tema, Simón no quiere responder: el puma, para Simón, es un asunto del que no se habla.
En su casa tiene un viejo panel solar que le provee electricidad a medias y una antena de internet que instalaron hace poco. “Tengo una tablet que uso para escuchar música y ver a los bailarines, porque el teléfono es muy pequeñito”, cuenta sonriendo Simón. “Con eso descanso yo, pero no más de media horita”.
A la salida de Antofagasta de la Sierra, el contingente de expedicionarios pasa por el cementerio del pueblo. Federico Norte, el guía, cuenta sobre la importancia de la celebración del día de los muertos en la región, el dos de noviembre, y devela una particular tradición: “Ese día los familiares del muerto confeccionan flores de papel, luego almuerzan con un plato de más en la mesa en honor al difunto y, después de la comida, parten hacia el cementerio a dejar las flores”, relata Norte. “Las flores son de papel porque en la puna árida no hay flores”, concluye.
Como en la novela de “El Principito”, el rosal de Simón debe sentirse el único del mundo, rodeado por parajes hostiles donde ni los muertos tienen sus flores.