La trama secreta de los regresos de Perón II

La vida del líder justicialista en España. La distante relación con Franco. El caso Nelly Rivas. El desafío de Lanusse. Revelaciones del archivo personal de Perón. Por José Claudio Escribano para LA GACETA.

La trama secreta de los regresos de Perón II
06 Agosto 2023

Los años de Perón en la península ibérica habían sido más ingratos para él de lo que siempre se supuso en la Argentina. Lo confirma un memorando que Perón escribe el 15 de diciembre de 1971, una de cuyas copias se hallaba entre los papeles secuestrados el 8 de octubre de 1976 por el juez federal Rafael Sarmiento, en un allanamiento a la residencia de Perón en Puerta de Hierro con intervención de la justicia española. “Cuando llegué a España (1960) –dice Perón– la primera visita que recibí en Torremolinos fue la del embajador Navascuez que, en nombre del Caudillo, me comunicó que debía considerarme ‘huésped de España’. Desde entonces así me he considerado”.

Perón debió de haberse preguntado, como se preguntará el lector, qué quería decir Franco con eso de que él era “huésped de España”. La calificación atormentó a Perón. Cuando se cumplieron los primeros seis meses de su estadía, solicitó la “residencia” a la Dirección General de Seguridad. No le contestaron. Pasado otro tiempo, recuerda en el memorando que aquí se revela, solicitó el 3 de agosto de 1966 nuevamente la “residencia” y, como trascurriera más tiempo, volvió a diligenciar el trámite.

Por fin, la Dirección General de Seguridad, por instrucciones, qué duda cabe, de funcionarios de mayor jerarquía del régimen, le contestó por el nivel más bajo posible, teniendo en cuenta la dimensión de quien formulaba la requisitoria. “Me contestó –dice Perón– por intermedio de uno de los inspectores de Policía de la custodia que debía permanecer como ‘turista’ y renovar trimestralmente el permiso de estadía en España”.

En aquel memorando del 15 de diciembre de 1971 Perón dice que ha permanecido en España desde entonces como “turista”. “Como no puedo –explica– ni debo discutir las decisiones del Ministerio de la Gobernación, me he sometido a la situación mencionada, renovando trimestralmente el permiso de permanencia de acuerdo con lo dispuesto, sin disfrutar de ninguna de las prerrogativas inherentes a la ‘residencia’”.

Es posible que aquel memorando –prueba irrefutable del desafecto silencioso con que Franco lo trataba– constituyera un elemento que Perón esgrimió en las negociaciones que se habían abierto en 1971 entre él y el gobierno de Lanusse. Entonces se debatía no sólo sobre el futuro político inmediato de la Argentina, sino también sobre el status de su permanencia en España. En otro documento del archivo de Perón se registra la siguiente conversación reservada con Lanusse y algunos de sus funcionarios, de la que informa Jorge Paladino, delegado de Perón en la Argentina hasta que lo sucede Héctor Cámpora.

Como una manera de acercar posiciones, Lanusse hace saber que comparte la idea, trasmitida por Paladino, de designar un nuevo embajador argentino en España de modo de facilitar conversaciones directas con Perón. Al mencionar como candidato para esas funciones diplomáticas al brigadier Jorge Rojas Silveyra, Lanusse trata de tranquilizar a Paladino. Confiesa que de igual modo a cómo él había cambiado, Perón debía saber que Rojas Silveyra “no es el de 1951”, dando así por entendida la participación de este en la sublevación militar de ese año.

En otra pormenorización sobre la naturaleza de su estancia en España, Perón confiesa que ha debido, “además de pedir la autorización de permanencia trimestralmente, declarar anualmente bajo juramento, para disponer de un automóvil, que no ejerzo ninguna actividad lucrativa, como asimismo comprobar documentalmente que vivo con medios económicos que recibo desde el exterior, en una cantidad no menor de cinco mil dólares anuales”. Perón se permite una leve ironía: dice que es explicable “que pueda llamar la atención”, por su larga permanencia en España, la mediocre acreditación que sobrelleva como mero turista.

En marzo de 1971, cuando el comandante en jefe del Ejército, Alejandro Lanusse, desplazó de la presidencia al general Roberto Levingston, designó ministro del Ministerio del Interior a Arturo Mor Roig. Este disponía de credenciales radicales y claros antecedentes republicanos. Era una garantía de que se iniciaba el proceso de restauración democrática esperado, por más que Balbín y gran parte de la UCR harían saber que la aceptación de Mor Roig constituía un grave contratiempo para el partido.

No hubo mayores debates en el nuevo gobierno sobre entregarle a Perón los restos de Evita, ocultos en el cementerio de Milán desde 1957 con un nombre de fantasía: María Maggi de Magistris. El secreto –uno de los más grandes secretos de la política argentina del siglo XX– era compartido bajo pacto de silencio por un par de militares, y prelados de la orden religiosa que había facilitado el cometido. La conducción militar estaba de acuerdo por igual en devolver a Perón los bienes incautados en 1955.

Al cabo de diecisiete años de enfrentamientos, conspiraciones e irrupción de un nuevo actor decisivo como el terrorismo organizado con la legitimación política de Perón, había cuestiones que revertían la situación interna argentina de forma irreconocible con el pasado. Quedaba en pie, como principal escollo entre las viejas diferencias, la controversia de si Perón podía retornar al país con la autorización o no del gobierno militar.

En 1964, antes del frustrado viaje, el gobierno de Illia había dicho públicamente que no tenía por su lado inconvenientes que oponer. Sin embargo, los radicales recordaban, como al pasar, que si Perón volvía debería hacer frente a algunas causas judiciales; una, nada menos, por estupro.

Esta cuestión se derivaba de un escándalo de enorme repercusión en la prensa a la caída de Perón. Tras la muerte de Evita, una menor de 14 años de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), Nelly Rivas, se había instalado en la residencia presidencial como protegida del presidente.

La situación se había prolongado desde diciembre de 1953. Nelly cumplió 15 años en abril de 1954, un año antes de que la Lolita de Vladimir Nabokov entrara en la historia de la literatura universal. En un fallo de 1961, la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional condenó a los padres de la menor a tres años de prisión por la desaprensión –por lo que entonces se calificaba de “comisión por omisión” y hoy de “comisión impropia”– de no haber impedido que la hija pernoctara con Perón.

En 1955, con la revolución triunfante, la menor retornó a la casa de los padres. Era la adolescente estigmatizada de por vida por un affaire que en el siglo XXI, en los tiempos de Me Too y la sensibilidad social que hace estragos por los casos de pedofilia, habría colocado a Perón en situación insalvable y los politólogos de los siguientes setenta años se habrían hecho menos preguntas sobre la perdurabilidad histórica del peronismo. La causa por estupro prescribiría a comienzos de los setenta.

A pesar de que el gobierno de Illia había dejado medianamente las puertas abiertas para el retorno, en la noche crítica del 1° al 2 de diciembre de 1964 la Presidencia y la Cancillería, conducida por Miguel Ángel Zavala Ortiz, movilizaron todos los recursos a su alcance para que Perón no pudiera ir más allá de Río de Janeiro.

Los ayudó Uruguay, que hizo saber que tampoco estaba precisamente interesado en que Perón recalara en Montevideo, y hasta Paraguay, donde regía la voz inapelable del general Alfredo Stroessner. El primero de los dictadores latinoamericanos que había acogido a Perón a renglón seguido de su derrocamiento dejaba trascender que no daría paso alguno que reabriera conflictos con la Argentina.

El 14 de diciembre de 1964, cuatro militares escribieron desde Buenos Aires a “Nuestro querido general” un balance de los acontecimientos del 2. La copia del texto figuraba en el archivo de Perón, en Madrid. Firmaban el coronel Mariano García y los generales Américo J. Blanco, Ernesto G. Fatigati y José A. Sánchez Toranzo.

En seis carillas le hacen saber que antes del 2 de diciembre, tanto en la cancillería argentina como en la embajada en Brasil se mantenían guardias reforzadas en previsión del viaje anunciado. “Zavala Ortiz –dicen– convenció al gobierno brasilero que Perón regresaba a la Argentina en forma subversiva para tomar el poder. Por no convenir esto a las tan conocidas aspiraciones hegemónicas del Brasil –interpretan los firmantes–, la Argentina en poder del peronismo también crearía a su gobierno en los momentos actuales un problema muy serio, cual es el de que Goulart (el presidente derrocado en abril de 1964 por los militares) podría en tal caso actuar en libertad en la frontera N.E. argentina y próxima a su terruño”.

Los militares cercanos a Perón introducen una velada crítica a la preparación del Operativo Retorno cuando dicen que “a la masa peronista este acontecimiento tan esperado la tomó en frío”. Por lo breve, especulan, no hubo tiempo de organizar ninguna reacción. ¿Y si la hubiera habido? Hay una respuesta para ese interrogante en la carta de los oficiales superiores: “Siguen en pie los informes originados en los distintos mandos del Ejército, desde el comandante en jefe para abajo, que el Ejército no quiere reprimir al pueblo dejando esto a cargo de las Fuerzas de Seguridad. Únicamente lo haría en caso de que el pueblo quisiese tomar el Gobierno o ante depredaciones que son el preludio inminente de una guerra civil”.

Un capítulo de la segunda historia sobre los retornos de Perón informa que hacia mediados de 1972 el presidente Lanusse pronunció un discurso destacado por la bravuconada de que a Perón “no le da el cuero” para volver a la Argentina. Fue un desafío arriesgado y, acaso, imprudente.

Lanusse era un hombre de comprobado valor personal, virtud que puso una vez más a prueba durante el último gobierno militar –el del llamado Proceso– cuando salió a reclamar por todos lados por la desaparición de Edgardo Sajón, que había sido su jefe de Prensa. Todas las conjeturas de la época coincidían en que Sajón, como temía Lanusse, había muerto en una sesión de torturas para extraerle información sobre la participación en empresas periodísticas de Jacobo Timerman, con quien mantenía en ese terreno alguna relación.

Al proclamar que “no le da el cuero”, Lanusse asumía frente a Perón el papel del taita que fustiga a un adversario temible, tanto que no podía haber encontrado en esos días otro de mayor nivel en un objetivo fundamental: medir fuerzas de igual a igual. Lanusse se excedió en la apuesta. Acorraló de tal modo al contrincante que lo dejó sin otro margen que el de aceptar el lance propuesto.

Todavía en esos tiempos anidaban en las Fuerzas Armadas fuertes corrientes adversas a la vuelta de Perón. Lanusse fija la fecha de agosto de 1972 para que quien quiera ser candidato a presidente en las próximas elecciones, que se realizarían en marzo, resida en la Argentina. Todos entienden que procura una velada proscripción del jefe peronista.

Perón dejó pasar la fecha y volvió por unas semanas en noviembre de 1972. Cuando levantó una vez más su copa en Madrid el 31 de diciembre, la Argentina estaba inmersa en el proceso electoral que llevaría a sus candidatos a la victoria. El efímero presidente Héctor Cámpora viajó especialmente a Madrid para estar a su lado en el regreso definitivo.

Perón se excusó de acompañar a Cámpora a la comida que el generalísimo Franco ofreció al nuevo mandatario argentino y tampoco asistió al banquete con el que Cámpora retribuyó el gesto de aquel. Entre los primeros truenos de la tormenta que azotarían a breve plazo a Cámpora y a la “juventud maravillosa”, e incendiarían la Argentina de los setenta, Perón había tomado la precaución de no oír a Franco dispensándole cuatro líneas de discurso y la hipócrita calificación de figura “egregia”. Era demasiado para el viejo zorro que ahora volvía en serio y enfermo a la Argentina.

La madrugada del 20 de junio de 1973 Franco fue a Barajas a despedir a personajes tan singulares de una larga época de la política argentina y su cohorte de acompañantes, ministros, médicos, y demás. En la máscara de Perón los observadores advirtieron huellas que denotaban la disimulada clase de su relación con Franco en los últimos trece años.

Una relación personal tan en blanco, tan irreal y nula, como que no habían compartido mano a mano, hasta el suspiro de la despedida, una palabra, y menos, un café ameno y amistoso.

© La Nación

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