Un policial negro original y con estilo propio

Sobre Naranjo Esquina, de Fabián Soberón

Un policial negro original y con estilo propio
04 Octubre 2023

Por María Eugenia Carante


La literatura suele ser a veces la mejor manera de entender una comunidad, y del sujeto inmerso en ella. No es casual que antropólogos, sociólogos o historiadores concurran a las obras literarias como registro fidedigno de una sociedad y sus comportamientos.

Como seres sociales, requerimos conocernos y conocer a los demás a los fines de entender y pretender comprender a los otros. Naranjo Esquina da cuenta de esta relación entre sujeto y sociedad, desde que un narrador protagonista acude a su ciudad natal porque sabe que sólo allí podrá encontrar datos que le permitan completar o, al menos, echar luz sobre aspectos fundamentales de su identidad.  

El título de la obra proviene del nombre del pueblo, o pequeña ciudad, donde transcurren los treinta y cinco relatos que integran el libro. En la presentación realizada en Salta,  Fabián Soberón explica que el nombre lo toma de una antigua posta, que aún perdura como poblado, vecino a su ciudad natal: Juan Bautista Alberdi. También, que le atrajo el nombre, “Naranjo esquina”, por la ausencia de una lógica sintáctica,  y semántica sobre todo (Dice: Podría haber sido: La esquina del naranjo, o El naranjo de la esquina, por ejemplo). Lo efectivo es que el nombre acuerda con un espacio o contexto que, más que físico, resulta un lugar anímico, construido de ausencias y de los fantasmas de la niñez;  una suerte de Comala, a donde llegará Augusto Rodríguez, como un Juan Preciado, en busca del padre. En la contratapa, Edgardo Rodríguez Juliá explica este contexto: “Los cuentos de Naranjo Esquina entrecruzan historias que ocurren en un pueblo perdido de Tucumán (...) en una atmósfera delirante, un aplastado horizonte enrarecido por el inexorable pasado y por el inexistente futuro”.

El narrador, un periodista, vuelve a su pueblo natal, a entrevistar a personas que conoció, o a sus descendientes, o a quienes puedan dar testimonio de ciertos sucesos, con la finalidad de desentrañar un episodio trascendente de su pasado: por qué mataron a su padre en una emboscada.  

En el relato “La sombra del padre” (p. 151), dice: “Volví porque la pregunta repercutía en mi cabeza como un tambor impío. Todas mis notas habían sido sobre los héroes del pasado, figuras reales o difusas de Naranjo Esquina. Sin quererlo había formado un panteón irregular y minúsculo con los personajes olvidados de un pueblo perdido en una provincia lejana. Pero había algo que no tenía respuesta y era una historia que no le importaba a nadie y, quizás por eso, sólo me incumbía a mí”.

Aunque este relato sea de los últimos de Naranjo Esquina, es el principio de todo. La sombra del padre está furtivamente instalada desde el inicio, y atraviesa la obra. En el primer relato, por ejemplo, “El serrucho” (p. 13), Zulma Paredes, una habitante de Naranjo Esquina, cuenta cómo perdió una mano por un accidente causado por su esposo; sin embargo, éste no es mencionado como tal sino como el “padre” de su hijo. En el segundo, de “Hasper, el verdulero” (p. 19), el narrador periodista dice: “Cuando aún vivía en Naranjo Esquina, mi patria era el barrio y, como mi familia era chica, fui el hijo de un verdulero pobre, croto y anarquista. Hasper no tuvo hijos y me amó como si fuera mi padre. Me sacó de las calles y me crió con unos libros hermosos y me dio el alimento que no tenía y el cariño que no tenía.”. Asoma el “padre” ausente, el biológico, y aparece un otro padre sustituto, Eduardo Hasper, cuya vida ermitaña y misteriosa, va revelándose a lo largo de la obra hasta situarlo como protagonista esencial.  

Entre principio y fin, van desfilando, en un horizonte social, una variedad de individuos, con nombre, con nombres y apellidos en algunos casos, que transitan por el pueblo con sus  historias, sus perfiles y, sobre todo, con sus secretos, incluyendo el del propio narrador; el ya mencionado Hasper, hijo de un severo padre inglés; su madre Edelmira, mujer “incisiva e indómita”; el fotógrafo del pueblo, Villegas; su hija Agustina, que delata al indecente y sórdido panadero del pueblo; el extravagante peluquero, un exiliado de su criminal vida anterior; beatas hipócritas, monjas fundamentalistas, delincuentes, un cura de dudosa moral, un dictador y sus acólitos reaccionarios, suicidas, y hasta un fantasma, como el caso de Martín, el pintor, ángel y demonio, cuya desaparición alimentará la fantasía popular, entre otros perfiles, conformando un personaje colectivo de artero y hasta ingenuamente malicioso, de pueblo chico, infierno grande.  El narrador se sumerge en las profundidades oscuras de los personajes, para mostrarlos en su ambigüedad moral y el de la sociedad en que se mueven.    

En esa variedad de anécdotas, y de individuos, que actúan movidos por sus propios intereses más que por propósitos honestos, en una atmósfera condensada, sombría  se va desarrollando, como en el policial negro, una intriga donde la descripción de personajes y ambientes se impone sobre la trama.

Respecto del proceso de escritura, Fabián Soberón manifiesta, en un reportaje, que se inspiró en  Winesburg, Ohio: Colección de relatos sobre la vida en un pequeño pueblo de Ohio, una novela del escritor estadounidense Sherwood Anderson publicada en 1919. La obra articula, a través de veintidós relatos de la niñez y juventud de un reportero, las vivencias de Winesburg, una comunidad ficticia.  

En Naranjo Esquina, la articulación de los relatos  (o “capítulos”), a través de un mismo narrador entrevistador, de personajes que van dando testimonio sobre mismos episodios, las relaciones o vínculos entre unos y otros, los alegatos desde distintas perspectivas, y un hecho criminal que se revela al final en virtud de todo lo que fue relatándose con anterioridad, le dan a la estructura una coherencia tal que permite conjeturar que se trata de una estructura novelesca policial, elaborada con originalidad y estilo propio.    

Se destaca, en Fabián Soberón, su singularidad a la hora de escribir, valiéndose  de su multifacética formación, y de su labilidad para hacer uso de distintos lenguajes.  

Del periodismo,  su afición por la crónica: testimonia, lo más objetivamente posible, tomando prudente distancia, aun cuando el narrador esté involucrado en la historia.  En “Agustina, hija de Villegas” (p. 39) a quien está a punto de entrevistar, el periodista dice: “...me aclara que no es buchona y que no quiere que publique nada sobre el personaje del que me va a hablar. Le digo que se tranquilice, que nadie tiene la intención de hacer visible lo que ella sabe (...) Ella no sabe que la conocí en su propia casa, hace muchos años cuando su padre aún vivía. Es la hija de Villegas, el fotógrafo de mi abuelo...”

De la literatura, además de su ya señalada originalidad para escribir una suerte de novela o nouvelle articulando relatos, matiza el género con la inclusión de párrafos poéticos, y también de microrrelatos, como es “El pasado” (p. 131), donde representa, en su brevedad y utilizando la técnica de caja china, ficción dentro de la ficción, una alegoría de la vida y de la condición humana, con reminiscencias del teatro del Siglo de Oro.

Finalmente, no por ello menos importante, del cine, Soberón ajusta su plástica visual. Es un observador nato, una especie de flâneur.  Se diría que para él es una disciplina el andar por la vida registrándolo todo a su paso. Su ir y venir, responde a la actitud de un espectador, que capta historias fragmentadas, como si fuesen escenas, y luego las recompone; historias que podrían pasar por el frente de nuestros ojos y desaparecer, sin que las veamos.  Fabián Soberón las ve, y las entrega al lector con la convicción de que cuando se quiere comunicar algo que se percibe, y que los otros no lo han notado, es porque hay básicamente una necesidad de una vida que necesita ser contada para que no se olvide.





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