Que los próximos 40 años no desilusionen

Que los próximos 40 años no desilusionen

Al llegar a 40 años de continuidad electoral parece campear la decepción. Se entiende. Al menos la economía brinda pocas esperanzas de crecimiento personal y social. Aunque hay muchas cosas mejores que en 1983 lo malo siempre resalta, cada vez quedan menos personas que recuerden aquella época y lo fallido son cuestiones relevantes. ¿Por qué pasa esto? En parte por una depreciación axiológica que no pudo ser revertida durante estas cuatro décadas.

El desarrollo sostenido requiere, entre otras cosas, inversiones, y éstas se fondean en el ahorro. Ambos implican visión de largo plazo porque significan renunciar al presente apostando al futuro. Tal apuesta necesita estabilidad en el marco institucional, esto es, la permanencia de reglas básicas para las interacciones económicas. Ella permite realizar cálculos, estimar qué sacrificios pueden valer la pena y prever la asignación de recursos entre el presente y el futuro.

Pero véase la historia argentina. Desde 1930 hubo seis golpes de Estado exitosos con los consecuentes doce cambios institucionales formales de mayor relevancia, por el cese y regreso de la vigencia de la Constitución. A eso hay que sumar cambios en su texto como los de 1949 con un contenido de fundamentos contrarios al de 1853/60; los de 1957, que respetaron lo básico del original pero viraron al constitucionalismo social y fueron realizados por una convención convocada durante un gobierno de facto; y el consumado por decreto en 1972 (otro gobierno militar). Además, entre 1955 y 1973, en medio de las interrupciones militares, el peronismo estuvo proscripto por lo que la deliberación pública legal carecía de un protagonista fundamental.

Todo eso condujo a una gran variabilidad de la legislación, en general cada vez más intervencionista sobre todo desde 1946. Entre sus efectos pueden contarse la especialización del capital empresario en el lobby para atender más las necesidades de los gobernantes que de los consumidores y así obtener reglas con un sesgo favorable, tendencia acrecentada por la obturación de los canales democráticos de representación. Otro fue la inestabilidad macroeconómica, que aumenta el riesgo país y ahuyenta inversiones, así como especializa a las gerencias en el pensamiento financiero y no el productivo. Y también la inclinación política de atender las demandas de sus apoyos lo más rápido posible, antes del siguiente golpe.

Así las nuevas generaciones de argentinos tomaron como natural priorizar el corto plazo y ver al Estado como la principal fuente, directa o indirecta, de ingresos. Esa fue la depreciación axiológica: cada vez tuvieron menos fuerza los valores de sacrificio, trabajo, mérito, responsabilidad y pensamiento de futuro.

Se suponía que el fin de las interrupciones militares encaminaría el país, pero no ocurrió. Un motivo es que la inercia institucional informal cortoplacista permea la conducta, otro que los incentivos formales no son claros. Para esto último debe advertirse que los gobernantes en realidad no están sometidos a una competencia intensa por lo que el reemplazo de los equivocados no suele ser fácil. De allí que se insistiera con los errores. Por ejemplo, podría haberse pensado que después de la hiperinflación de 1989 se aceptaría que la emisión sin respaldo perjudica al pueblo. Sin embargo se volvió a ella tras el alza de precios de los commodities, desaprovechado por usarse en aumento del gasto público corriente. Igualmente se continúa con el déficit fiscal y el consecuente endeudamiento y emisión inflacionaria. Y cuando el sector agrícola muestra su capacidad de modernización con siembra directa, ingeniería genética, novedades organizativas e introducción de alta tecnología electrónica, se lo sigue atacando con regulaciones y tributos justificados en fraseología centenaria y sin sustento real.

En el fondo de todo, grave por sus efectos económicos, está la desatención a la seguridad jurídica. Hasta dónde llegó tal descuido puede verse en algunos ejemplos, uno de ellos vinculado al día de hoy.

La Constitución Nacional establece que para ser elegido presidente de la Nación hay que ser el candidato más votado y obtener más del 45 por ciento de los votos o más del 40 con más de diez puntos de diferencia con el segundo, o bien salir primero en el balotaje (o sea, más del 50 por ciento). Néstor Kirchner no cumplió ninguno de esos requisitos. En 2003 Carlos Menem renunció a participar de la segunda vuelta y se proclamó Presidente a Kirchner cuando, para alcanzar los votos demandados, habría correspondido que compitiera con Ricardo López Murphy. Sí, lo más probable hubiera sido la derrota del exministro, por la unidad del peronismo tras el candidato sobreviviente de esa facción y la falta de recursos opositores para continuar la campaña, pero la Constitución debe cumplirse.

Otro caso fue el de las acciones de YPF propiedad de Repsol. Para la expropiación la Constitución dispone que el bien en cuestión sea declarado de utilidad pública y sujeto a expropiación, los dueños indemnizados y que recién se haga cargo el Estado. En 2012 primero el gobierno ocupó la empresa, luego salió la ley y al final se pagó. En esa línea está la expropiación fallida de Vicentin, en 2020. El Poder Ejecutivo dispuso la ocupación temporánea prevista en la ley 21.499 hasta tanto el Congreso aprobara la expropiación. Pero tal ocupación no es para ganar tiempo hasta la expropiación sino para un uso de emergencia con posterior devolución a los propietarios.

Claro que la seguridad jurídica es relativa. Por ejemplo, las leyes intervencionistas anteriores a 1991 eran tan malas que derogarlas por decreto (el 2284/91) la incrementó. Pero no hay que exagerar con la laxitud.

Si se pretenden condiciones para el desarrollo hay que comenzar por el respeto a la Constitución Nacional. Eso significa como mínimo terminar con el abuso de los decretos de necesidad y urgencia y aceptar los contrapesos de poderes. Por eso votar es esencial, pero no lo único. Para que vuelva la visión de futuro hay que votar responsablemente y vigilar que los gobernantes no caigan en la tentación del corto plazo. Funcionar como república democrática. Lo contrario es apostar al fracaso.

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