Por Cristina Bulacio
Para LA GACETA - TUCUMÁN
¿Tiene algún poder la palabra? ¿Podemos los seres humanos decir cosas con sentido que trasciendan lo cotidiano? La Torre de Babel nos dice ya, desde los libros sagrados, del escándalo y el misterio de nuestro lenguaje articulado. Voy a detenerme en unas palabras de Borges que aluden a esta trascendencia –y a cierto poder– que las dota de significado pleno. Sin saber bien porqué, esos vocablos han quedado grabados en mi espíritu y palpitando en mi corazón. Ellas dicen en Historia de la eternidad: “La eternidad (es) un juego o una fatigada esperanza”.
Como Eros o quizás como Ícaro, pleno del deseo que habita en sus textos y con los riesgos de estos personajes míticos, Borges lanza esta palabra inusual en estrecho nexo con eternidad y esperanza: fatigada. Palabra cargada de sentidos agobiantes, de nostalgia, de pobreza espiritual y física, y hasta de cansancio. ¿Por qué entonces la relaciona con otros vocablos de tan alta alcurnia como eternidad y esperanza?
Veamos. Tres elementos constituyen de modo estructural nuestra condición de sujetos en el mundo: la temporalidad, el lenguaje y el deseo. Los seres humanos somos tiempo; nunca podremos dejar de lado nuestra temporalidad aunque –a menudo- ese haya sido nuestro deseo más profundo. Somos, también, lenguaje; con la palabra dotamos al mundo de sentido y lo hacemos habitable. Con ella se construyen los Mythos, historias iniciales que vuelven comprensible la vida, el dolor, la alegría o la silenciosa muerte.
Sin embargo, en el intento de entender a Borges, me detengo en el deseo, Eros, otro nombre de la finitud muchas veces olvidado en nuestro andar. El deseo se inicia en el cuerpo y asciende hacia el espíritu de este sujeto parlante e inteligente que somos, al tiempo que deja en evidencia su fragilidad: todo deseo es carencia tanto en lo biológico como en lo espiritual. Y Borges sabe, con saber de pensador y poeta, de aquellas cosas negadas a los hombres y que por razones misteriosas buscamos con tanto empeño. Una de ellas es la eternidad.
Recurro a una metáfora para hablar acerca de Eros y de Ícaro recordando que “metáfora” en griego es “transporte”, lo que quiere decir que su naturaleza consiste en llevar nuevos y sugerentes significados sobre la común representación de la realidad y ejercer cierta violencia que enriquece los sentidos originarios del habla cotidiana. Eros es un intermediario entre el hombre y los dioses, lo sostiene el mito platónico. Es una flecha tendida hacia el universo en un intento de poseerlo. Cuando más complejo es el individuo más requiere del deseo para subsanar sus carencias.
La riqueza de la cultura griega nos dará algunas pistas para comprender el deseo, la pretensión de plenitud en los seres humanos y la fatiga que ello implica. La audacia de Eros y el desenfado de Ícaro los conduce a creer en un fundamento donde lo divino hará posible la salvación. Y aquí sale Borges a decirnos –con implacable lucidez– de aquella fatiga que hará por siempre imposible para la finitud humana disfrutar con esperanza de la eternidad.
La eternidad nos está negada a los hombres, por ello la metáfora de Ícaro nos acerca al enigma que nos envuelve y al que no le alcanzan el deseo de plenitud. Perdido en su deseo, Ícaro cae al mar -sus alas se desprenden ante el fuego sagrado de los dioses- a los que él pretende imitar. Borges busca afanosamente esa realización personal pero solo alcanza la fatiga de la repetición y el fracaso ante la insistencia. Y como los personajes griegos Eros e Ícaro, lo hará una y mil veces sin esperanza y sin ocaso a la vista.
Así, la fatigada esperanza anuncia ya lo más íntimo, deseado y siempre inalcanzable para el espíritu sediento de plenitud. Definitivamente somos finitos, limitados, mortales.
Y Borges nos lo recuerda con la belleza y el poder de su palabra.
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Cristina Bulacio - Doctora en Filosofía, profesora consulta de la UNT.