Relato contra relato

En los noventa el Gobierno nacional trataba de imponer la agenda política a partir de deslizar en los grandes medios periodísticos un titular dominical cuyos estertores se manifestaban durante toda esa semana; entonces se hablaba y se discutía lo que desde el poder se pretendía. En eso, Menem y su equipo de ministros eran especialistas, hacían política de esa manera; la intención era que los medios no les impusieran su propia agenda y que lo periodístico terminara afectando y dirigiendo la gestión.

En el día a día, además, Carlos Corach, el ministro del Interior del riojano, tiraba títulos a primera hora saliendo de su departamento, donde lo esperaba una concurrida guardia periodística. Así, durante la jornada, por lo menos en lo político, se conversaba sobre lo que quería la gestión. No se trataba de imponer un relato, sino un tema de discusión; se lo pensaba desde el poder y se buscaba instalar, sólo abrían las compuertas para el debate y para que el resto de los actores políticos hiciera su parte.

Esa manera de actuar desde el poder cambió en este siglo, en su lugar apareció el relato como mecanismo para hacer política, un esquema para obtener resultados de largo plazo para imponer una idea por repetición; sea o no cierta. Se trata de instalar lo que se relata por reiteración y por cansancio; el vehículo siguen siendo los mismos actores, aunque ahora multiplicados a partir de la existencia de las redes sociales y de la proliferación de nuevos medios de comunicación. Se machaca por todos los lados posibles, se repite, se trata de instalar verdades a medias, que son a la vez mentiras a medias.

La diferencia de intenciones de un siglo al otro es que otrora se intentaban imponer temas para abrir la discusión política, para que alrededor de ellos la clase dirigente se enfrascara en debates que también involucraran a la sociedad. Hoy el relato manda. Sirve para dividir, para agrietar, para generar enemigos a quienes eliminar, destruir o arrodillar -y se lo admite-; en lugar de reconocerlos como adversarios para construir una sociedad mejor. Nada de dialogar; con el otro no se puede conversar porque ideológica, moral y políticamente no merecen ser parte del nuevo tiempo que se pregona.

Ese mismo nuevo tiempo, y distinto a todo pasado, es el que se viene anunciando y prometiendo cada cuatro años, cada vez que hay que renovar las autoridades nacionales. Por los índices sociales de las últimas dos décadas en el país cabe decir que solo se acumularon fracasos, uno tras otro, porque los pobres son cada vez más. Eso es incontrastable, y es lo que más tendría que preocupar a la clase dirigente, debería ser el objetivo central, aunque no vendiendo pobreza cero o promesas por el estilo.

En la elección que viene van a chocar dos relatos, habrá que ver cuál es el que más convenció al electorado, cuál de los dos se instaló con más fuerza y en una mayor porción de la sociedad. De un lado está la continuidad del mal y del otro la aparición de la locura. Esas visiones o ideas son las que se tratan de instalar de cada lado respecto del otro; el que mejor lo haga puede que tenga más chances de victoria. Pero sólo en eso se agotan los métodos actuales de acceder al poder, en el fondo se mantiene la destrucción del otro como mecanismo político y electoral: el otro es lo peor y no merece que la sociedad le dé un voto de confianza porque sobrevendrá el caos. Vale como afirmación de parte de ambos lados en pugna por la presidencia, tanto de Unión por la Patria como de La Libertad Avanza.

También juegan los antagonismos que subyacen debajo de estas pretensiones: kirchnerismo versus antikirchnerismo, peronismo versus antiperonismo, cambio versus continuidad, lo malo versus lo delirante; muchas ideas contrapuestas que influirán en la elección de la ciudadanía el domingo que viene. Más que las posibles propuestas y los perfiles de los aspirantes a suceder al fantasma de Alberto Fernández, lo que primará será la incidencia que tuvieron los relatos en cada uno de los votantes, en cómo penetraron esas ideas, afirmaciones o mentiras, en la creencia popular.

El relato manda y uno de ellos depositará en la Casa Rosada a uno de los presidenciables. Habrá que ver cuál tendrá más peso en el caudal de votos, porque eso es lo que reflejará la victoria, o la derrota; cuál de los dos se desparramó más y se instaló con más fuerza en la sociedad. O a cual le creen más los electores, en medio de las preferencias políticas, de las broncas, los odios y de los resentimientos que ha generado el mecanismo del relato. Un método que cala con fuerza -y fácilmente- en una sociedad tan dividida desde los albores de la independencia y dispuesta a fanatizarse y adherir a un dirigente político, incluso al margen de sus defectos y hasta de sus proyectos increíbles. La realidad de quiebre que caracteriza al país lo permite, y así es como se llega al debate presidencial de hoy y al balotaje del 19.

En fin, unos y otros tratando de aplastar al contrincante, a como dé lugar, alentando a sus militantes a radicalizarse y a salir a dar la pelea de su vida por cada una de las alternativas electorales. Así, a 40 años de la democracia no se festejará el triunfo de una fuerza política por sus propuestas o por el convencimiento del electorado sobre que puede ser lo mejor para el futuro del país sino, lamentablemente, se celebrará como la victoria de un clásico futbolístico, con el fanatismo del barrabrava, con burlas y memes.  No interesan las formas, hay que ganar como sea a ese enemigo que se desprecia.

No es una forma adecuada de celebrar cuatro décadas de vida en democracia, sería una señal de que no se aprendió nada, de que las elecciones se redujeron a un mero partido que se gana a las patadas. Y que encima se festeja. Pobre país y pobre dirigencia enfrascada en los relatos propios.

Pese a los fanáticos de un lugar y del otro, el resultado quedó en manos de los electores no politizados, en una porción mínima de argentinos que deberán optar, para su pesar, entre dos opciones que no se presentan como las mejores. Es lo que hay, y van a tener que elegir una de ellas, o ninguna. Esto último, justamente, es lo que despierta curiosidad porque se ha comenzado a pensar en el voto en blanco, en ese sufragio de los disconformes y que por su eventual volumen puede marcar el nivel de disgusto o de malestar ciudadano por las opciones que quedaron en la mesa.

Quien gane deberá estar atento a este porcentaje de ciudadanos que con su decisión de no elegir a ninguno estará diciendo mucho. Un número de electores inconmensurable quedó atrapado en esta encrucijada política, de la que deben salir concurriendo a las urnas para emitir una opinión, apostando por alguno de los dos candidatos, o por ninguno. Como nunca antes en estos 40 años de democracia se estuvo frente a una situación parecida a la actual, donde un dirigente político tradicional, de carrera, se enfrenta a un outsider de la política, de un novato que salió a enfrentar a los políticos ortodoxos, a los que calificó como casta.

Sin embargo, todo se mezcla, se relata y se confunde con intencionalidad, y descaro. En el fondo está el concepto de cambio, una palabra que nació con la democracia -no se inventó mucho que digamos por más que parezca novedoso-; sino recordemos que Raúl Alfonsín surgió de Renovación y Cambio. En este siglo apareció Juntos por el Cambio, llegó al poder y fracasó, si nos atenemos a que el pueblo le dio la espalda en 2019, cuando rechazó el intento reeleccionista de Mauricio Macri.

Y apareció Javier Milei, y una gran porción ciudadana -de todos los sectores sociales- dijo que él es el cambio que se necesita. Así lo hizo ganar las primarias de agosto y así también desplazó a Juntos por el Cambio en octubre; ni el macrismo, ni el radicalismo y la Coalición Cívica representaban el cambio para un porcentaje de electores que puso al libertario en el segundo escalón en las generales.

Le dieron ese respaldo los que creían que enfrentaba a la casta, lo que hizo hasta el 22 de octubre; después aceptó aliarse a los “castosos”, a los que había denigrado y acusado hasta de asesinos, se volvió parte de lo que criticaba. Queda ver cómo repercute en su electorado esta alianza que selló básicamente con el macrismo. ¿Le seguirán creyendo?

Hasta el discurso y su conducta modificó para no asustar tanto y mostrar que puede ser moderado cuando, precisamente, lo acompañaron por ser un extremista en dichos y gestos. Aún más, en su sociedad con Macri, aunque lo quiso pintar como un gran acierto político suyo, lo que puso en evidencia es que el astuto de la movida fue el ex presidente, que siempre apostó al libertario. En esos primeros días, hasta hoy, el del debate, Macri se comportó como su jefe político, como si Milei fuera su títere.

La inmediata acción de Macri les facilitó la decisión a los antiperonistas o antikirchneristas, que rápidamente salieron a defender este nuevo cambio y a militar por el voto de quien los había denigrado hasta pocas horas antes. La dignidad no vale en estos casos. Claro, algunos seguidores de LLA renegaron de esta situación; pero son los más politizados, habrá que ver que opinan los electores, si les importa o no, o si acompañarán al libertario más allá de lo que haga o diga. Seguramente para estos convencidos del voto el debate de hoy no les haga ni mella, sí, posiblemente, en los que dudan de votar en blanco o de acompañar a Sergio Massa.

Por cierto, el tigrense, en su coalición, también representa un posible cambio a futuro, pero no puede decirlo a voz en cuello, porque colisionaría intereses con sus socios. Cambio en el sentido peronista, en el del verticalismo que suele impregnar al peronismo; él quiere ser el nuevo líder del espacio, no puede no hacerlo. La historia del movimiento se lo impone. Por ahora sólo puede decir que aspira a la unidad nacional, claro, con él como jefe del peronismo y como eventual presidente de la Nación.

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