Honoré de Balzac, esclavo de la desmesura

Su Comedia Humana está formada por 94 obras. Obsesivo incurable, entregó su vida a la escritura mientras la realidad le deparaba grandes tropiezos. ¿Qué convierte a alguien en esclavo de un universo que demanda todo el tiempo y la energía y no promete nada a cambio?

Honoré de Balzac, esclavo de la desmesura
19 Noviembre 2023

Honoré de Balzac vivía de alquiler en la casa de un carnicero, en el barrio de Passy, en el distrito XVI de París. Fui por primera vez hasta allí un sábado de enero, en medio de un temporal de nieve que duraría tres días. Preso de cierto fetichismo, quería ver el lugar, hoy un modesto museo, donde este hombre edificó gran parte de su catedral literaria: La Comedia Humana, un conjunto de 94 obras, entre ellas, 85 novelas. Su exuberante plan, inacabado, abarcaba otro medio centenar.

Es una casa sin alardes, rodeada de un jardín con árboles frutales. Los espacios son reducidos y permanecen, aun en el día, a media luz. El silencio profundo de las estancias hace olvidar que allí afuera está la gran urbe. Entre todos sus objetos, tres atraparon mi atención: el primero, una pequeña mesa de nogal con algunas rayaduras, donde el escritor, apenas iluminado con un candil, desplegaba su mundo de ficción. Del sosiego de esas penumbras saldrían historias deslumbrantes, espejo de la sociedad que Balzac apenas frecuentaba: Eugenia Grandet, Papá Goriot o esa extraordinaria joya llamada El coronel Chabert, un héroe napoleónico dado por muerto y convertido en un mendigo de su propia identidad. Muy cerca de la mesa, en una caja de cristal, vi la cafetera que debía estar siempre humeante mientras rasgaba el papel con su escritura urgente, apremiada por personajes que se cruzaban de un libro al otro para iniciar o revivir aventuras, amores e infortunios. Por último, y sobre todas las cosas, nada me sugeriría tanto su presencia casi intimidante como unas pruebas de imprenta corregidas a mano por él mismo, con tantas anotaciones agregadas en los márgenes, señalando donde insertarlas, que hacía difícil pensar en el texto definitivo. Comprendí que en esa muestra de obstinación y laboriosidad estaba gran parte de su secreto, y quizás un mensaje para quienes sienten debilidad por la palabra.

Una pasión excluyente

Balzac era un trabajador nocturno y obsesivo. Alejado del ruido y sin salir a la calle durante días, se entregaba a jornadas de doce horas o más. Vestía un hábito de cartujo a modo de uniforme y bebía litros de café mientras se ocupaba del trajín de los cientos de personajes que pueblan sus obras. Se detenía, como si la hora general de la vigilia fuera la de su sueño, cuando la ciudad se despertaba y su engranaje volvía a ponerse en marcha. Las primeras luces del alba eran la señal para que se metiera en la cama.

Me pregunté entonces y aún lo hago hoy: ¿qué convierte a alguien en esclavo de un universo que demanda todo el tiempo y la energía y no promete nada a cambio? El amor por la literatura, y podría decirse que por el arte en general, es uno de los menos correspondidos y recompensados. Balzac, prisionero de esa pasión excluyente, aunque también arrinconado por sus acreedores, dice de sí mismo: “mis extravagancias son mi trabajo”. Stefan Zweig, autor de una cálida y minuciosa biografía sobre el escritor francés, llama “tormento fecundo” a esa rutina. Resulta a tal punto una suerte de servidumbre ineludible que todo goce debe tener sus límites: nada puede separarlo por demasiado tiempo de su silla y de sus folios, ni evitar esa fiebre que comienza con el crepúsculo y se apacigua al amanecer.

En este caso es tan dominante que el creador de decenas de romances en sus obras, a falta de contacto social, decide pedirles a las personas de mayor confianza, su hermana y Zulma Carraud, su amiga, que le busquen una esposa “conveniente”. La fama de sus novelas hace que reciba cartas de algunas mujeres con las que luego intercambia una fantasiosa correspondencia, como si formaran parte de sus ficciones. Así, en 1832 se enamoraría perdidamente de la condesa Hanska, un amor que no le exigía sacrificios: ella vivía en Ucrania y sólo debía escribirle. En diez años sólo se verían cuatro veces y, luego de más de década y media de espejismo epistolar, se casarían para pasar juntos cinco meses infelices: él gravemente enfermo y ella entregada a los lujos y a sus amantes.

El final en la rue Fortunée

A diferencia de otros escritores de la época, Balzac no consiguió fortuna. Su desenfreno literario se extendía a la manera en que percibía erróneamente los negocios. Creía en poder hacerse rico como editor y en la aventura acabó endeudando a amigos y a su propia madre; o, peor, víctima de sus devaneos, compró una mina improductiva en Cerdeña convencido de que encontraría oro. A ello se sumaba su ambición de un rápido ascenso social. Le seducían los ambientes nobles y aristocráticos. Quizás por ese motivo siempre ocultó que su verdadero apellido era Balssa, modificado en su momento por su padre para eliminar el sonido prosaico. Él, por su lado, le agregaría de Balzac para darle más lustre.

Murió a los 51 años en otra casa, en la rue Fortunée, hoy rue Balzac, a pasos del Arco del Triunfo; una casa en la que había despilfarrado sus últimos ahorros para acondicionarla al gusto de la condesa. Allí se había construido un gabinete de trabajo, pero no escribiría ni una sola línea más. Ya ni siquiera podía leer. En su agonía, según Stefan Zweig, parecía seguir habitando un espacio novelesco: llamaba a Horace Bianchon, aquel médico que en La Comedia Humana hacía milagros. Murmuraba en el delirio provocado por la fiebre: “¡Si Bianchon estuviera aquí, Bianchon me salvaría!”. Falleció en la noche del 17 al 18 de agosto de 1850, en la más absoluta soledad. Sólo su madre seguía a su lado. El entierro se llevó a cabo el 22, en el cementerio de Père Lachaise, bajo un intenso aguacero. En la ocasión, su amigo Víctor Hugo leyó una oración fúnebre. En un tramo, dijo: “Ahora está por encima de las disputas y del odio. En un mismo día penetra en la tumba y en la gloria”. Sin duda, nadie podrá quitarle la razón.

© LA GACETA

Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.

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