Las cuatro dimensiones del desastre peronista

Una primera aclaración es fundamental: en las democracias formales, es decir, en las teorizaciones sobre la democracia, una elección puede ser ganada por el oficialismo o por la oposición. En las democracias sustanciales, es decir, en el plano de la realidad, la oposición no es la que gana, sino que son los oficialismos los que pierden. El caso argentino no es ninguna excepción.

A partir de esa premisa, la cuestión por analizar no es el triunfo de La Libertad Avanza, sino la derrota de Unión por la Patria. Dicho sea de paso, teniendo en cuenta las numerosas barbaridades propuestas por los más diversos referentes del bando ganador durante la campaña, las razones del resultado dominical se explican, acabadamente, en el desastre del peronismo actual. Y que se entienda bien: de todo el peronismo. Porque fue el peronismo unido el que acaba de ser vencido.

Lo olvidado

Una primera dimensión de la derrota pasa por la notable incapacidad oficialista para advertir que su rumbo era desastroso, pese a que el pueblo se lo había dicho en las urnas hace dos años. En su ceguera, responsabilizaron a la pandemia por el resultado adverso de 2021: el kirchnerismo se define por jamás tener la culpa. La paliza electoral, sin embargo, no era achacable a un virus.

Por un lado, el Gobierno había perdido el apoyo de los “independientes”. Desde la estafa a los jubilados, con una reforma que empeoraba la de Cambiemos (ya no les ajustarían el haber por inflación, sino por subas trimestrales discrecionales) hasta las dos pensiones millonarias que volvió a cobrar Cristina Kirchner; pasando por el “Vacunatorio VIP” y la “fiestita de Olivos”. La corrupción se había naturalizado. Como agravante, el Gobierno decidió dar la “revolución” con las vacunas: prefirieron rusas y chinas en lugar de las estadounidenses, para las que este país tenía prioridad.

Por otro lado, habían perdido el apoyo de una franja importante del electorado justicialista. Y eso tampoco fue por culpa Covid-19, sino por el hecho de que se olvidaron de “hacer peronismo”.

El peronismo es, entre muchas cosas, la memoria histórica del progreso de los sectores sociales pobres. Juan Domingo Perón llega al poder en una Argentina inédita: una república de masas, consecuencia de la incipiente industrialización encarada por los gobiernos fraudulentos y conservadores de la “década infame”. El trabajo cambia y las migraciones internas modifican la fisonomía demográfica del país. Los desplazados y los desclasados son legión. Y el peronismo les dará un lugar, un estatuto social: serán la clase obrera. Contarán con un líder: Perón. Tendrán un discurso: independencia económica, soberanía política y justicia social. Dispondrán de una institución: el sindicato. Y serán acreedores de un compromiso: sus hijos iban a vivir mejor que ellos.

Cuando se miran los resultados de este cuarto gobierno kirchnerista, da la impresión de que Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa le tuvieran bronca al peronismo. Empeoraron la inflación (del 53,8% en el último año del macrismo al 140% para este año). Empeoraron la devaluación (asumieron con el dólar oficial a $ 69 y el viernes estaba a $ 370). Y empeoraron la pobreza: en el último semestre de 2019 era del 35,5%; en el primer semestre de este año, 40,1%.

En las PASO el electorado les ratificó la reprobación: terminaron terceros. Atinaron a lo mismo de los últimos 20 años: abrir la billetera. En octubre terminaron primeros, pero, como se avisó aquí, con la peor elección de la historia del peronismo: 37%. Y la oposición reunía más de la mitad de los sufragios: 30% la Libertad Avanza y 23% Juntos por el Cambio. En el balotaje se dio la sumatoria de esos votos. Perdió Unión por la Patria por más de 3 millones de votos. Una catástrofe, que le dicen.

No hubo “Plan Platita” que alcanzare, no sólo porque el peso vale cada vez menos, sino porque el peronismo prometía terminar con la pobreza, no financiarla. Dicho de otro modo, el peronismo fue siempre el partido de los trabajadores, y el kirchnerismo lo convirtió en el partido de los pobres.

Tampoco bastó con la “campaña del miedo”. Lo cual nos lleva a la segunda dimensión de la derrota.

Lo temido

El miedo es una herramienta poderosa en las campañas ya que el voto es, en esencia, emotivo. Entonces, el temor deviene gravitante. Toda elección competitiva (condición indispensable para una democracia sustancial) importa una divisoria de aguas básica: “continuidad vs. cambio”. El Gobierno apostó al miedo para paralizar a la sociedad. Para que se “mantuviera” donde estaba. Pero el “miedo” debía ser una estrategia. El Gobierno, en cambio, la hizo una finalidad. Sólo ofreció miedo.

En otros términos: la emotividad del voto se construye. Es decir, para que funcione la “campaña del miedo” debe existir el temor de perder un estado de cosas beneficiosas. Dado que el kirchnerismo ofrecía una versión del peronismo que sólo significa más pobreza, otras emociones se impusieron en su contra. Como la esperanza, en el plano de las positivas; o la bronca, en el plano de las negativas.

No hay provincia más subsidiada que Tierra del Fuego ni candidato más antisubsidios que Javier Milei. Sin embargo, el oficialismo perdió allí.

La Libertad Avanza es el proyecto político que llegó al balotaje como la alternativa completamente diferente al kirchnerismo y ganó en Santa Cruz, la provincia más medularmente kirchnerista del país.

No hay provincia más beneficiada por el populismo antirepublicano y antifederal del cuarto gobierno “K” que Buenos Aires. Goza de las tarifas de servicios públicos más ridículamente atrasadas, a la vez que recibió el 100% del dinero de la coparticipación amputada a la Ciudad de Buenos Aires. Pero terminaron prácticamente empatados: Unión por la Patria ganó por menos del 1% en el distrito.

No debe haber provincia más “aparateada” que Tucumán. Probablemente haya provincias donde el aparato del Estado se pone en juego en las elecciones tanto como en esta provincia, pero no en niveles superiores a los de esta provincia. Sin embargo, el peronismo perdió aquí también.

Léase, daba más miedo seguir con más de lo mismo que arriesgarse a cambiar.

Precisamente, la domesticidad de Tucumán es toda una pedagogía al respecto. En la semana anterior a los comicios, los colectivos urbanos mostraron carteles que advertían que un triunfo de Milei significaría la destrucción del transporte público. Si no hubiera sido una campaña del miedo patética, podría haber inspirado cierta ternura: el sistema ya está destruido y ello se profundizó durante estos cuatro años de peronismo. Con los subsidios congelados, hiperconcentrados en el AMBA, y el precio del boleto atrasado para disimular la inflación real, hay empresas tucumanas que destinan ya el 100% de la recaudación al pago del gasoil para los ómnibus. Y ni siquiera así cubren todo el costo. Los salarios del personal dependen enteramente de los subsidios. De renovar unidades, ni hablar. Ese es el resultado de la cronicidad del modelo kirchnerista: han convertido a los empresarios en meros “planeros”. “Planeros VIP”, en todo caso. Pero “planeros” al fin de cuentas.

Lo contrastante

La tercera dimensión de la derrota electoral del peronismo la da un contraste. En el país donde los que trabajan y los que invierten su capital se ven cada vez más empobrecidos, una parte del funcionariado kirchnerista es cada vez más opulento. Resulta que esos servidores públicos, que sólo invierten en el “relato” de la puja distributiva y la patria justa y solidaria, viven mejor que los grandes empresarios. Y acumulan riqueza como los peores burgueses expoliadores de la plusvalía proletaria.

En un extremo, Martín Insaurralde y sus vacaciones en yate en Marbella con una modelo (¿por qué será que los “compañeros” del “gobierno de los científicos” jamás son encontrados en Carlos Paz con becarias del Conicet?) a la que cubrió de joyas suntuarias. En el otro, Cristina Kirchner, primera persona que en ejercicio de la Vicepresidencia de la Nación es condenada por corrupción. Sólo por el redireccionamiento de obra pública, sólo en materia vial, sólo para Santa Cruz, fue condenada en primera instancia por administración fraudulenta, con un perjuicio de U$S 1.000 millones al Estado.

Para peor de males, ni el relato del “lawfare” les quedó. Resulta que si había “guerra judicial” era la que el kirhnerismo había montado con un aparato paraestatal de espionaje, financiado con pauta publicitaria de la provincia de Buenos Aires y con aceitados contactos en La Cámpora. Espiaron a jueces, a periodistas, a opositores e, inconcebiblemente, también a peronistas.

Lo aprendido

Resta una cuarta dimensión en el desastre electoral del oficialismo. El pueblo ha aprendido que cambiar de gobierno de manera democrática no representa ningún trauma. Abandonó el kirchnerismo en 2015 y no hubo helicópteros ni muertos en las calles. Luego descubrió que podía hacer eso mismo cada cuatro años. A Cambiemos le renovó el crédito en las elecciones de medio término de 2017, pero los desastrosos resultados económicos y sociales de la gestión lo convencieron de negarle la reelección a Mauricio Macri. Cuando el gobierno de Alberto Fernández se empecinó en empeorar aquellos resultados, tomó idéntica decisión, pero con mucha menos paciencia: ya en las parlamentarias de 2021 le hicieron morder el polvo de la derrota.

Bajo ese signo asumirá el nuevo Gobierno. A 40 años de democracia, el pueblo argentino no quiere disculpas, sino aciertos. Los ciudadanos honraron su deuda con la democracia y fueron a las urnas a tributar sus votos. Parece haber llegado la hora en que ellos le cobrarán a la democracia, y a sus administradores, la deuda con el bienestar, el progreso y la prosperidad.

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