Argentina potencia: ni tan liberales, ni tan democráticos

Argentina potencia: ni tan liberales, ni tan democráticos

Mañana se producirá el décimo traspaso presidencial luego de realizarse elecciones mal llamadas libres, porque son obligatorias, desde el último retorno de la democracia, hace exactamente 40 años.

El dictador Reynaldo Bignone le colocó la banda presidencial a Raúl Alfonsín, el 10 de diciembre de 1983, y luego la secuencia continuó con Alfonsín a Carlos Menem (1989); Menem a sí mismo (1995); Menem a Fernando de la Rúa (1999); Eduardo Duhalde a Néstor Kirchner (2003); Kirchner a Cristina Fernández (2007); Cristina a sí misma (2011); Federico Pinedo, como presidente provisional del Senado, a Mauricio Macri, ya que Cristina se negó a cumplir con la entrega de atributos (2015); Macri a Alberto Fernández (2019); y mañana lo hará Fernández con Javier Milei.

Secuencia de traspasos en la que no se cuentan los 11 días críticos, entre el 21 de diciembre de 2001 y el 1 de enero de 2002, en que hubo cinco presidentes, aunque no elegidos para ese cargo por el voto popular: Ramón Puerta, presidente provisional del Senado; Adolfo Rodríguez Saa, gobernador de San Luis; Eduardo Camaño, presidente de la Cámara de Diputados; y Duhalde, senador en ese momento y ex candidato presidencial.

La celebración de los 40 años de democracia cobran sentido porque se trata del período más largo de sucesiones constitucionales ininterrumpidas desde que rige el voto universal, secreto y obligatorio, promulgado en 1912 y ejercido por primera vez en 1916, cuando resultó electo Hipólito Yrigoyen.

En los hechos, en este territorio ya se votaba desde que Bernardino Rivadavia estableció en 1821 el voto directo para los varones adultos. Sin embargo, esta ley provincial excluía a los “analfabetos”, los “dementes”, los “notoriamente vagos”, y los soldados, entre otros sectores de la población. Aún faltaban más de 30 años para que se constituyera la República Argentina casi como la conocemos actualmente.

Después vino la sanción de la primera Constitución nacional, en 1853, elaborada en gran parte por el tucumano Juan Bautista Alberdi, y cuyo texto continuaría siendo la base de las siguientes siete reformas constitucionales, en 1860, 1866, 1898, 1949, 1957, 1972, y 1994.

La “belle époque”

Los argentinos en general no pueden “soltar” su época dorada, y en forma recurrente recuerdan el período más próspero del país, de un país que ya no existe ni volverá a existir porque el mundo ha cambiado, sintetizado en títulos como “Argentina potencia” o “el granero del mundo”, entre otras victorias económicas y sociales, bastante tergiversadas según el sesgo del narrador.

Ese tiempo de esplendor de fama internacional, evocado incluso hace unos días por el magnate sudafricano Elon Musk, se extendió aproximadamente por 34 años, entre el fin de las guerras civiles, en 1880, y el comienzo de la Primera Guerra Mundial, en 1914, cuando la economía global empezó a cambiar drásticamente y algunos de esos cimbronazos repercutieron localmente, agravados también por errores propios.

Si bien esta “belle époque” está muy arraigada en el imaginario colectivo nacional, el presidente electo Milei volvió a reinstalarla en la conversación política, principalmente a partir de dos ejes: la reivindicación ideológica de Alberdi y los resultados exitosos que arrojó una política económica liberal.

Releyendo ciertos pasajes de la historia, de la mano del ensayo “La crisis Argentina, una mirada al Siglo XX”, del prestigioso historiador Luis Alberto Romero, nos surgen dos llamativas curiosidades y no menores paradojas.

La primera es que durante el período más próspero de la Argentina, al menos el que sostiene mayoritariamente el mito nacional, la democracia como hoy la conocemos casi no existía.

Antes de sancionarse la Ley Sáenz Peña, en 1912, el sufragio tenía restricciones de género y edad. El voto era cantado, es decir, que los varones mayores de edad se debían presentar a la mesa electoral y expresar en voz alta por quién votaban.

El acto electoral se llevaba a cabo al aire libre, en general en lugares públicos como plazas o el atrio de las iglesias. Además, como no existía un padrón electoral único, los votos se registraban en una planilla realizada por la autoridad electoral.

En este tipo de elecciones el fraude era constante, se alteraban los registros y era común el “voto múltiple”, donde una misma persona votaba en diferentes lugares.

Asimismo, el sistema electoral se llevaba a cabo en contextos de mucha violencia, donde los caudillos y patrones obligaban a los hombres sobre los cuales tenían algún tipo de poder a sufragar por sus candidatos, lo cual terminaban haciendo porque era cantado y público.

Esto ocasionaba que la participación fuera muy baja, por ende también la representatividad, que en general rondaba el 2%.

El voto además estaba restringido a un sector reducido de la población, principalmente a hombres mayores de edad, que cumplían requisitos de propiedad o ingresos económicos. Este sistema excluía a la mayoría de la población, como a las mujeres, a los trabajadores y a los sectores más pobres de la sociedad.

Es decir, desde una lente actual, no había democracia propiamente dicha.

La presencia del Estado

La segunda paradoja, curiosidad o, si se quiere, inexactitud histórica desde la perspectiva de Milei, es que durante esta época gloriosa el Estado mantuvo una fuerte intervención en la economía y en las regulaciones comerciales y de propiedad.

Romero lo explica con más claridad: “En muchos aspectos, la Argentina moderna fue creación de su Estado, consolidado en 1880. La calificación de “liberal”, habitualmente aplicada a su etapa inicial, antes de la Primera Guerra Mundial, encubre lo que fue una activa participación estatal en la resolución de cuestiones cruciales. Luego del fin de las guerras civiles se completó el montaje institucional y se dio un fuerte impulso al crecimiento económico. Después de que el Ejército terminara de consolidar las fronteras, el Estado realizó el traspaso de las tierras públicas a manos privadas, a bajo costo y en grandes extensiones. Promovió las inversiones extranjeras, garantizando su rendimiento, y se endeudó para realizar obras públicas; impulsó la inmigración y emitió moneda de manera poco ortodoxa, a menudo en beneficio de inversores locales, que recibieron créditos generosos. Al Estado se le debe el excelente sistema educativo, tanto en su rama básica como en la media, que tuvo una enorme incidencia en la manera como se conformaron la sociedad, la economía y la política. También preocupó a estos “liberales” la nacionalización de los habitantes, muchos de ellos extranjeros. El sistema educativo y el servicio militar obligatorio actuaron mancomunadamente para crear una base cultural e identitaria, consolidar la fidelidad de la sociedad al Estado, y fortalecer su soberanía”.

A favor de la mirada libertaria que comenzará a gobernar a partir de mañana, podemos decir que como consecuencia de este éxito inicial argentino, luego de la Primera Guerra Mundial el Estado siguió expandiéndose sin pausa.

El radicalismo creó varias nuevas instituciones nacionales y amplió considerablemente la base de empleados públicos.

La misma línea estatista fue proseguida por las sucesivas dictaduras y gobiernos radicales de la década infame, y las dictaduras de los 40.

Con el peronismo, subraya Romero, la intervención estatal creció exponencialmente, principalmente con la nacionalización de parte de la banca y de la mayoría de las empresas de servicios públicos.

Pese al retorno de los “liberales” con el golpe militar del 55, el Estado mantuvo su fuerte intervencionismo en la economía, situación que siguió en expansión hasta la década del 90.

Un siglo de clientelismo

Por un lado tenemos un período de apogeo casi sin democracia y con bastante menos liberalismo del que se pregona. Aunque a partir de 1912, el sistema Republicano tuvo más bajos que altos, con escasos años de plenitud y muchos años de oscurantismo, autoritarismo fascista y corrupción.

Pese a los revolucionarios discursos políticos, la democracia de estos últimos 111 años, cuando la hubo, tuvo bastante más de derechos concedidos por el poder real, que de logros conseguidos.

“Las identidades políticas que se constituyeron desde entonces -la radical primero, y la peronista luego-, tuvieron un arraigo y una fuerza singulares que trascendieron lo electoral, al punto que muchas de las prácticas sociales se politizaron profundamente…”, describe Romero. Y agrega: “Los nuevos partidos políticos reclutaron sus cuadros entre grupos disidentes de las fuerzas tradicionales, y las nuevas identidades políticas, de carácter nacional, se adecuaron al cuadro de las luchas facciosas locales, especialmente en las provincias más tradicionales, donde los gobiernos siguieron usando el patronazgo y los empleos públicos para definir las elecciones. Las dádivas, generosamente distribuidas, solían ser financiadas con recursos provenientes del presupuesto nacional”.

Desde Yrigoyen a Perón y más acá, hasta el despilfarro kirchnerista, esta democracia de bajísima calidad no ha dejado de estar subordinada al clientelismo en todas sus formas, como patronazgo, empleos públicos, discrecionalidad y favoritismos a sindicatos y sectores privados aliados a la corrupción.

Milei es el primer presidente que ganó unas presidenciales sin el aparato estatal como garante del financiamiento electoral. Sin caudillos provinciales que manejan ejércitos de punteros, sin los sindicatos autócratas, sin prometer buenas noticias y sin más demagogia que decirle a la gente que desde hace un siglo está siendo estafada y robada.

Lo que ocurrirá a partir de mañana nadie puede saberlo, ni siquiera Milei, salvo algunos agoreros facciosos preocupados por sus negocios putrefactos.

Ahora es momento de dejar transcurrir el presente, analizar los hechos con rigurosidad periodística y honestidad intelectual, y aguardar a que el paso del tiempo nos conceda la sabiduría que sólo habita en la historia.

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