El populismo se supera con más república, no con más populismo

El populismo se supera con más república, no con más populismo

Del populismo se sale con más república: no con más populismo. La receta es básica: la idea populista ha sido el reemplazo de los sistemas de contrapesos entre las instituciones por la mera voluntad del líder del proyecto político. Consecuentemente, todo populismo es desconstituyente. Es decir, reniega de los límites que el constitucionalismo les impone a las mayorías.

El identikit del populismo en el gobierno fue ampliamente descripto durante los cuatro gobiernos kirchneristas que se sucedieron durante buena parte de los últimos 20 años. Sobre la base del estudio que el politólogo italiano Luigi Ferrajoli, distinguido como doctor honoris causa por la UNT en 2012, desarrolla en su ensayo “Poderes Salvajes”.

El proceso desconstituyente resulta en “una forma de democracia plebiscitaria fundada en la explícita pretensión de la omnipotencia de la mayoría y la neutralización de ese complejo sistemas de reglas, separaciones, contrapesos, garantías y funciones e instituciones que constituye la sustancia de la democracia constitucional”.

Para consolidar esta democracia plebiscitaria, advierte Ferrajoli, el consenso popular es la única fuente de legitimación del poder político y, por ello, sirve para legitimar todo abuso y, a la vez, para deslegitimar críticas y controles. No se soporta el pluralismo político, se desvalorizan las reglas, se ataca la separación de poderes, la oposición y la prensa libre. Se rechaza, en definitiva, el paradigma del Estado constitucional de derecho como sistema de vínculos legales impuestos a cualquier poder. “El proceso desconstituyente se ha desarrollado también en el plano social y cultural con la eliminación de los valores constitucionales en las consciencias de una gran parte del electorado”.

Entonces, dice Ferrajoli, sólo hay una concepción formal de la democracia. Surge el derecho ilegítimo y es puesto en vigencia. El populismo propone a su jefe como la encarnación de la voluntad popular. Los partidos políticos pierden su papel de mediación representativa entre el pueblo y las autoridades. Se padece la homologación de los que se limitan a consentir la denigración de los que se atreven a disentir. La despolitización es masiva. La disolución de la opinión pública es palmaria.

Por desgracia, todas estas advertencias están presentes en las principales acciones del gobierno libertario, a tan sólo 20 días de que se hiciera cargo de la Casa Rosada.

El DNU

Se fue el kirchnerismo, pero han vuelto los nombres rimbombantes. “Ley de Democratización de la Justicia” era la denominación elegida durante la segunda presidencia de Cristina Kirchner para la “reforma de la reforma” del Consejo de la Magistratura, que obligaba a los representantes de los jueces a postularse a través de partidos políticos. “Bases y puntos de partida para la Libertad de los Argentinos” se titula el proyecto de “ley ómnibus” presentado esta semana por el presidente Javier Milei, que emula el nombre de la obra de Juan Bautista Alberdi que inspira la Constitución Nacional.

Léase: sólo este gobierno quiere un país libre. Tanto es así que el bono que se emite para pagar las deudas con los importadores se bautizó como “Bono para la Reconstrucción de una Argentina Libre” (Bopreal). Quienes opongan reparos contra estas medidas, ¿serán considerados esclavistas?

Se fue el populismo, pero vuelve con el nuevo gobierno la mezcla de las buenas propuestas con las malas iniciativas. El paradigma de esta ensalada es el DNU de la semana pasada, en el cual conviven propuestas valiosas con iniciativas de dudosa constitucionalidad.

¿Resulta que el precio a cambio de eliminar los registros automotores, esa burocracia encarecedora de la compra y venta de vehículos, es también convalidar una reforma laboral que echa por tierra conquistas de las clases trabajadoras mediante la sola firma de un Presidente? Los decretos, que son disposiciones del Poder Ejecutivo, no pueden ser modificados por el Poder Legislativo. Se aprueba por completo o se rechaza en su totalidad. No hay margen para el diálogo.

El Gobierno, mientras tanto, plantea que el 56% de los electores votó por Milei, de modo que eso le da derecho a ejecutar todos esos cambios, por medio de un decreto. Y así como legitima su accionar sobre la base de ese resultado, deslegitima en nombre de esa mayoría circunstancial cualquier objeción contra sus propuestas. El Congreso “deberá elegir si acompaña el cambio o pone palos en la rueda”, declaró el vocero presidencial, Manuel Adorni, respecto de las críticas de miembros de la casi totalidad de los bloques parlamentarios contra el DNU.

Luego, el propio Milei amenazó con que, si el decreto es invalidado por el Poder Legislativo (debe ser rechazado por ambas cámaras para ello), llamará a un plebiscito para validarlo. Una consulta popular convocada por el Ejecutivo, respecto de funciones parlamentarias, no sólo está condenado a ser “no vinculante”, sino que además es de dudosa constitucionalidad. Y, sobre todo, es la consagración de una democracia plebiscitaria, por encima de las instituciones de la república.

El DNU, además, presenta 366 artículos, que mezclan cuestiones muy disímiles. Están la conversión de las empresas estatales en Sociedades Anónimas o la prohibición de prohibir exportaciones. Y, también, la derogación de la Ley 24.515 (crea el Inadi). O con la derogación del artículo 1° de la Ley 26.741: “Declárase de interés público nacional, y como objeto prioritario de la República Argentina, el logro del autoabastecimiento de hidrocarburos…”. La Argentina, entonces, es una Babel donde todos discuten sobre el mismo DNU, pero respecto de temas diferentes. Una opinión pública que se dispersa es también una opinión pública que se disuelve.

La “ley ómnibus”

Con el proyecto de “ley ómnibus” ocurre otro tanto. Tiene, a su favor, el hecho de que el Congreso tendrá la oportunidad de modificar la propuesta del Poder Ejecutivo en todo, o en parte, ya que no es un decreto. Lo malo es que conserva muchos de los vicios del DNU.

Otra vez, vuelven a mezclarse pautas valiosas con otras disvaliosas. La eliminación de las papeletas volantes (el mismo sistema con el que se votaba en el siglo XIX), y su reemplazo por la boleta única es un gran avance. Pero aparece enredado con modificaciones a la Ley de Bosques, que permite el desmonte en zonas consideradas “Verdes” y “Amarillas” (hasta ahora, prohibido). O con cambios en la Ley de Glaciares, que permite la actividad minera en ambientes preglaciares.

Ni hablar de cuestiones sumamente polémicas, como la eliminación de las PASO (una instancia de democratización electoral, en la que el pueblo decide quiénes serán los candidatos que luego votará en las elecciones nacionales). O el establecimiento de circunscripciones uninominales para la elección de diputados nacionales. En 2025, Tucumán renueva cuatro diputados, así que la provincia se dividiría en cuatro áreas. El oficialismo, que tiene los dos tercios de la Legislatura, podrá “dibujar” un mapa electoral que mezcle los distritos adversos con aquellos que le son favorables. Una práctica que la ciencia política denomina “Gerrymandering” y que liquidará la representación opositora.

Y, lo cual es severamente peor respecto del contenido del DNU, el proyecto de “ley ómnibus” pauta nada menos que la delegación de facultades propias del Congreso en favor del presidente, en materia económica, financiera, fiscal, social, previsional, de seguridad, defensa, tarifaria, energética, sanitaria y social por dos años, con posibilidad de prórroga hasta 2027. Es decir, un Gobierno prescindente del Poder Legislativo durante todo un mandato. El artículo 76 de la Constitución Nacional es sumamente restrictivo en esa posibilidad, tanto en las materias delegadas como en el plazo. El proyecto de ley, por el contrario, es sumamente amplio en ambas cuestiones.

La Argentina entra en un terreno pantanoso: el que pasa del Estado de Derecho al estado de excepción. Es decir, una instancia en la cual el derecho está vigente, pero no se aplica. El páramo de la ley en su impotencia. Una tierra de nadie a medio camino entre la legalidad y la anomia.

El legado

Todo ello, además, se mezcla en otro alegato mitológico de los populismos: la eterna propuesta de “refundar” la Argentina. Una romántica manera de expresar que en este país todos los gobiernos llegan con vocación para cambiar las normas, antes que para cumplirlas. Una antigua anécdota recuerda una histórica respuesta que George Washington dio ante el cúmulo de planteos que recibía con reparos respecto de la Constitución de los Estados Unidos. La leyenda pretende que él respondió que entendía que la Carta Magna era imperfecta, así como también sabía que sólo su cumplimiento a lo largo del tiempo la perfeccionaría.

Precisamente, la necesidad de tener nomocracias, es decir, gobierno de las normas en lugar de gobierno de los hombres, es lo que consagra un fallo fundacional para el control de constitucionalidad: “Marbury vs. Madison”.

Ese fallo de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos data de 1803: los tiempos en los que el liberalismo fundaba aquella nación tan modélica para el oficialismo actual. La sentencia considera a la Constitución de ese país como la “voluntad originaria y suprema (que) organiza el gobierno y asigna a los diversos poderes sus funciones específicas. Puede hacer sólo esto o bien fijar, además, límites que no podrán ser traspuestos por tales poderes. (…) Si tales límites no restringen a quienes están alcanzados por ellos y no hay diferencia entre actos prohibidos y actos permitidos, la diferencia entre gobierno limitado y gobierno ilimitado queda abolida”.

El legado de Alberdi y de los liberales de su generación, arquitectos de esta nación, no se encuentra en los títulos de sus obras, sino en el sistema constitucional que establecieron para la posteridad. Contra cualquier acumulación de poder. Contra todo desborde institucional.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios