El auge de la ultraderecha en tantos países al mismo tiempo no nos habla de un fenómeno racional, con argumentos honestos y sensatos, antecedentes respetables o propuestas constructivas, sino de la reacción a un largo período de hartazgo general con sabor a injusticia, del miedo a un mundo inestable y plagado de conflictos, y de la extendida convicción de que el futuro ha dejado de ser una promesa para convertirse en una amenaza de despojo y desamparo.
En medio de este panorama de vicisitudes e inseguridad, el transfuguismo discursivo tiene éxito. Ante las cuestiones difíciles que cada sociedad afronta, estas fuerzas extremistas exhiben un manual con soluciones fáciles y demagógicas: el mercado laboral se reactiva expulsando a los inmigrantes y eliminando derechos, esos que sirven para generar vagos y delincuentes; la diversidad en distintos ámbitos deja de ser problemática resumiendo las opciones a blanco o negro; la violencia de género y el feminismo se rebajan a la categoría de “bobadas de la izquierda”; el cambio climático es un invento de Bill Gates o Greta Thunberg y la pandemia un cuento chino que sirve para que los laboratorios vendan vacunas; y ya que estamos, la historia debe reescribirse para negar algunas tragedias, volver a humillar a los humillados y ensalzar a personajes siniestros.
Suelen acompañar esta batería de despropósitos con una propuesta económica a la que llaman “liberal” y con un ingrediente invariable: la felicidad se logra a largo plazo y luego de pasar penurias inevitables. Allá donde gobiernan, van incluso un poco más lejos: se enorgullecen de infligir sufrimiento a sus conciudadanos con el extraño argumento de haber tenido la “valentía” de tomar “decisiones complicadas”; argumento que inexplicablemente algunos aplauden sin preguntarse por qué imponer el dolor, y no soportarlo, se ha transformado en una nueva virtud.
Llegado a este punto, cabe preguntarse si alguna sociedad ha conseguido la prosperidad con estas ideas. Ya fueron aplicadas con un rigor criminal por las dictaduras europeas antes de la II Guerra Mundial, dejando a sus países en la quiebra. O más recientemente, en los años 80, por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Resultado: Estados Unidos pasó por una recesión, llegó a un récord de gente sin trabajo y creció visiblemente la desigualdad; Gran Bretaña, siguiendo políticas igualmente dolorosas, aumentó en 140% el desempleo, duplicó la tasa de pobreza (30% de los niños estaban incluidos en ella), confiscó los depósitos bancarios de los sindicatos que hacían huelga sin permiso y una ola de privatizaciones desguazó empresas cuyos servicios son hoy la caricatura de un antiguo orgullo nacional.
Aquel período fue bautizado como “la década de la codicia”, aunque podría llamarse sin temor a equivocarnos “la década de la especulación financiera y la indolencia social”. No en vano, el personaje de Gordon Gekko interpretado por Michael Douglas en la película Wall Street representó a la época con frases como “yo no creo riqueza, la poseo”.
Pero hubo un tiempo en que otras prioridades hicieron que algunas naciones generaran un estado de bienestar en la segunda mitad del siglo XX. ¿Cómo fue aquello?
El historiador británico Tony Judt decía que un hombre puede construir un camino en su jardín con sus propios medios, pero no podría construir una autopista hasta la ciudad más próxima. Y si pudiera hacerlo, no estaría en condiciones de recuperar el dinero invertido. Por lo tanto, agregaba, “ni los más altruistas pueden actuar solos”.
Era una manera de definir el papel del Estado en la búsqueda del bien común. Un país no se erige sobre un vacío moral o atendiendo a una estrategia de mercado sino a partir de un régimen solidario con el acento en el equilibrio de las cargas; un país, en definitiva, no tiene por qué ser rentable, como una empresa, sino un lugar donde la buena calidad de vida esté al alcance del mayor número posible de ciudadanos.
Los distintos periodos de la historia, como capas geológicas de la civilización, nos muestran que lo que se llama justicia social o justa distribución de la riqueza no surgió en momentos de abundancia sino de escasez extrema, para darle al sacrificio un sentido ético. Siguiendo ese precepto, al cabo de una generación, la Europa de posguerra pasó de la ruina y el abatimiento moral a la consolidación de la clase media.
¿Cuáles fueron las obras que se sustentaron en ese criterio? Pensemos, por ejemplo, en el desarrollo sostenido del ferrocarril, sin el cual el continente hoy carecería de identidad. Como su nombre lo indica en francés, transports en commun, los trenes -y volvemos a la opinión de Tony Judt- han sido una de las obras sociales y políticas más razonables del siglo XIX, cuyas bondades se extienden hasta hoy con un único propósito, pese a que no siempre han arrojado beneficios económicos: suministrar un medio de transporte colectivo a quienes no se pueden permitir uno privado. O pensemos en la creación y puesta en marcha del sistema de salud británico en 1948, el NHS (National Health Service), gratuito e igualitario según sus premisas, en un país por entonces en bancarrota y con racionamiento; sistema modelo de los que se impondrían en Francia o España, con un prestigio fortalecido por su papel durante la pandemia. El NHS cuenta con más de 1,3 millones de empleados y es la quinta mayor empresa del mundo. ¿Quién osaría llamarlo un gasto en el presupuesto del Reino Unido? O podríamos pensar además en las grandes instituciones culturales que iniciaron su camino en esos años: el Royal Ballet y el Arts Council en Londres, imitando el espíritu de la BBC, o las Casas de la Cultura impulsadas por André Malraux en los municipios y en los barrios de Francia, todas ellas abriendo generosamente las puertas a la participación del ciudadano y asumiendo el compromiso de elevar el nivel de los gustos populares.
Después de las dictaduras de la década de los 30 y de la muerte y la destrucción de la guerra, este esquema edificado desde el consenso logró multiplicar las oportunidades, acercar a las mayorías hacia la democracia y cerrar el paso a las ideas delirantes y totalitarias del fascismo. Demostró que el bienestar es posible para todo el arco social gracias al “universalismo”, cuyo fundamento consiste en ofrecer a las clases acomodadas los mismos servicios brindados por el estado a los trabajadores y a los más pobres: educación y atención médica gratuitas y de calidad, pensiones públicas y seguro de desempleo. Con ello, los niveles de renta en los años 60 llegarían a ser los más altos desde 1914.
El entonces primer ministro británico Harold Macmillan, con un dejo paternalista, le diría a la población: “Nunca han vivido ustedes tan bien”. En ese contexto, el propio Tony Judt, nacido en 1948, sería un “producto” de aquel impulso histórico: el hijo de un matrimonio de clase media baja, dueño de una modesta peluquería, se graduaría en Cambridge gracias a un sistema de becas y más tarde ejercería de profesor en esa universidad y en las de Oxford y Nueva York.
Comparando aquellos tiempos con los actuales, saltan a la vista el divorcio entre la clase política y el pueblo, las grandes brechas causadas por la inequidad y los privilegios, y la ausencia de un proyecto común que aúne voluntades. En conjunto, todo ello produce en la gente un alto grado de frustración y, en consecuencia, rechazo por los partidos políticos tradicionales, los mismos que no han sabido resolver los problemas más urgentes durante décadas. Así, el voto termina decidiéndose en medio del enfado, sin orgullo cívico, con un individuo deseoso de castigar a alguien, a veces favoreciendo a quien sin duda lo perjudicará, simplemente porque interpreta que ya hace mucho que no importa a nadie. Y ser ignorado, duele.
De manera que la tarea pendiente es volver a atraer al ciudadano hacia los valores democráticos, demostrándole que las instituciones se ocupan de él y sus necesidades más elementales. Y esto no se logra solamente señalando a los fariseos o bandoleros de la política sino facilitando el acceso de la población a algo tan concreto y simple como a un buen sistema sanitario, a una educación universal y a la garantía de un plato de comida en los hogares.
Quienes se sientan capaces de asumir estos retos proponiéndose como líderes, antes deberán evitar el verbo fácil y vacío y aclarar a la gente de qué país hablan. Por ahora, hay un país personal que los ciudadanos guardamos en la memoria, hecho de arbitrarios recuerdos, no siempre fidedignos; un país que nos gustaría tener, construido a partir de legítimos deseos, y, finalmente, el país de su responsabilidad que nunca llega, convertido en un vertedero de promesas y repetidos experimentos y desengaños.