Cuba, fascinación y espina
11 Febrero 2024

Por Marcelo Gioffré para LA GACETA

Viajé a Cuba a principios del milenio, fue la primera vez pero también la última, pues una serie de acontecimientos fueron construyendo un paredón de censura y distancia. Estuve quince días y deambulé por rutas desiertas, por las que cada muerte de obispo rugía un Lada destartalado. Caminos por los que, en cada encrucijada, afloraban personas invocando la compasión de los pocos automovilistas disponibles mediante ademanes más o menos ostensibles, una práctica que en la Argentina se llama “hacer dedo” y en Cuba, “coger botella”.

Recuerdo en la playa de Cárdenas a un grupo de jubilados canadienses alojados en mi hotel, cuya consternación se condensaba en la imposibilidad de llevar regalos a los nietos: “Nothing, there is nothing here”, decían. Recuerdo mi asombro en Santa Clara al advertir un detalle inesperado en el famoso tren blindado en el que había viajado el Che Guevara: el piso era de madera. ¿Por qué las fuerzas de Batista no lo prendieron fuego por el piso, entonces, eludiendo de ese modo el blindaje? ¿Sería verdad aquel famoso rumor según el cual la única batalla que ganó el Che no fue rigurosamente “ganada” sino “comprada” por el castrismo, motivo por el cual el jefe de las fuerzas oficialistas apareció al poco tiempo en Miami, dotado de bastante dinero que le abrió las puertas para hacer emprendimientos y llevar un pasar holgado?

Recuerdo también La Habana vieja mohosa, descascarada y llena de mendigos. Chicos y mujeres que nos abordaban no bien salíamos del hotel para pedirnos las mercaderías más elementales, dentífricos o biromes. O al empleado de la taquilla del castillo de los Tres reyes del Morro (que había servido de prisión para personajes insignes) que ofrecía a los turistas una entrada clandestina bajo el pago para él de la mitad de la tarifa.

Recuerdo al chofer de un remise que nos llevó un largo trayecto y, no bien tomó confianza, comenzó a hablar pestes del castrismo. “¿Por qué no te vas en una balsa?”, le pregunté, ante lo cual me miró furioso y haciendo el gesto de la barba guerrillera sobre su mentón lampiño gritó: “¡Que se vaya él!”. Lo aludían pero no lo llamaban por su nombre, como si pesara un tabú, un límite en el cruce entre rabia y miedo. Este último fue tal vez el momento culminante del viaje, cuando entendí de un modo hondo y definitivo el amor de los cubanos a esa tierra y a las palabras que la nombran.

Ese desesperado amor, más de dos décadas después, lo encuentro, fulgurante, en La Tierra y la palabra (Aurora – Tucumán, 2023), el libro de Vicente Echerri , escritor exiliado en New York desde los años 80. El ensayista puertorriqueño Arcadio Díaz Quiñones, recuerda Rafael Rojas, fue el primero en trasladar al caso cubano la teoría de salida, voz y lealtad desarrollada por Albert Hirschman. En la categoría de salida o éxodo encontramos a Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy o Jorge Mañach; en la de voz o disidencia, es decir quienes intentaron oponerse a la cancelación de la democracia y finalmente sucumbieron y tuvieron también que exiliarse, a Reinaldo Arenas (que se fue en el Mariel), Heberto Padilla (que sufrió un juicio paródico por haber escrito poesías que contenían alguna crítica y, luego de un tiempo en prisión, fue compelido a una forzada e infame retractación) o Zoé Valdez (a quien he sabido frecuentar en París); en cuanto al estatus de lealtad o silencio estuvo encarnado por un liberal escéptico, Virgilio Piñera, y por un nacionalista católico, José Lezama Lima, que mantuvieron cierta obediencia y sus críticas solo las formulaban en privado.

Cuba, fascinación y espina

Echerri se inscribe en el segundo grupo: voz. Mantiene esa semántica del exilio ovidiano, que no atina a reemplazar su condición étnica de exiliado por la más cómoda y cosmopolita de inmigrante, y valientemente se alza como testigo insobornable de la “patria perdida”.
Muchas veces hemos escuchado a algún argentino decir que otra habría sido la historia si las invasiones inglesas hubieran triunfado. Esa evocación melancólica, esa frustración que los izquierdistas llaman “cipayismo”, tuvo un correlato en Cuba. Señala Echerri que para la historia cubana pocos acontecimientos tienen la importancia de la toma de La Habana por los ingleses en 1762. El gobernador español, Juan de Prado Portocarrero (que era al parecer tan incompetente y corrupto como el Virrey del Río de la Plata, Sobremonte, cuando fueron las invasiones inglesas) desestimó las advertencias de un contrabandista que le avisó que los ingleses estaban pertrechándose en un sitio cercano. La Habana estaba desprotegida. 

El 6 de junio de aquel año, cuenta Echerri, todo se detiene: de un lado los ingleses, que se asoman a una ciudad legendaria; del otro, los habaneros, que miran incrédulos una armada prodigiosa. Si La Habana no hubiera sido devuelta a España otra habría sido la historia,  pero la historia no es lo que pudo haber sido sino lo que fue: hoy Cuba decanta estos dos siglos y medio con una nación desgarrada, con un país hundido en la ineficacia y el envilecimiento.

La fascinación de los intelectuales

Hay que buscar la génesis de la nación cubana en su relación un poco tóxica con España, que impuso cierto despotismo, y en la proximidad con Estados Unidos, casi siempre benéfica. Pero también corresponde rastrear la descomposición de ese sueño republicano en las desventuras del siglo XX. Si la revolución castrista tuvo un porvenir fue tal vez porque la clase alta cubana, la vieja aristocracia, perdió su batalla con una clase filistea, canalla e inauténtica. Los nuevos ricos que se desentendieron de la cosa pública. El “choteo” que denunciara Jorge Mañach. El mito de la revolución se nutre de esa decadencia: fanáticos e inquisidores reescriben la historia.

En ese registro se inscribe, qué duda cabe, la fascinación de tantos intelectuales que inicialmente festejaron a esos barbudos como si fueran pequeños dioses. De Vargas Llosa a Sartre, de García Márquez a Saramago, en los años 60 se pensaba que en esa isla centroamericana se había implantado el paraíso en la tierra. Algunos se desencantaron rápidamente; otros, más tarde; unos pocos siguieron apoyando al régimen hasta su muerte. José “Pepe” Bianco, secretario de redacción de la Revista Sur, había viajado por primera vez en 1961, visitó a sus amigos Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo y llegó a escribir, en una carta dirigida a Juan José Hernández que el pueblo estaba feliz “porque la revolución se ocupa de él como se ocuparía un padre ejemplar”. 

Victoria Ocampo, propietaria de Sur, que ya miraba con malos ojos al castrismo, en el número 269 de la revista formuló una aclaración diciendo que Pepe había viajado a título personal y no en nombre de la revista. Bianco entonces renunció a su cargo en Sur y se malquistó con Victoria. Pero en 1968 Bianco hizo un segundo viaje a Cuba y allí fue testigo de la censura, las persecuciones ideológicas y la intolerancia. Despertó bruscamente de un ensueño. La esperanza en una democracia social estaba totalmente quebrada. Tres años más tarde, el 27 de abril de 1971 fue una fecha bisagra: el caso Padilla cortó de cuajo con aquel encantamiento y muchos de los intelectuales del mundo le quitaron su apoyo al régimen. Unos pocos quedaron aún apegados a una nostálgica fiesta que no existía: Julio Cortázar, tal vez porque lo extorsionaban; García Márquez, por amistad personal con Fidel, según me contó su amigo Plinio Apuleyo Mendoza; o Saramago, que muy tardíamente, solo un tiempo antes de su muerte, produjo la ruptura.

Cuando Echerri dice que solo una catástrofe como esa mudanza de las clases aventajadas, de refinada a arribista, puede explicarnos el total envilecimiento de la sociedad y los esfuerzos tan pomposos como patéticos, en definitiva paródicos, de los exiliados, no pude evitar representarme la imagen de esos viejitos tenaces que infinidad de noches hicieron contrarrevoluciones imaginarias en la vereda tropical del Café Versailles, la capital cubana en el exilio de Miami.
Los poetas cubanos del siglo XIX fundaron la idea de “lo cubano” (la nación) en las bondades del clima y el paisaje. Todos esos poetas exiliados cantaban al paraíso perdido de una Cuba natural que no encontraban en sus lugares de exilio. En los exiliados actuales también reina la nostalgia hacia paisajes ya inexistentes. A punto tal que conozco un exiliado, si no más lúcido al menos más duro que los poetas, que suele decir que viaja mucho a Buenos Aires porque es la ciudad que hoy se parece más a La Habana que él conoció.

Un punto muy polémico es la apelación a la intervención norteamericana. En 1898 habían acudido para librarlos de la tutela española. La independencia cubana se gestó en Estados Unidos, en New York y New Orleans, con José Martí a la cabeza. Tal vez por eso era lógico suponer que volverían a salvarlos. “¿Cómo es que nuestros vecinos del norte nos dejan a merced de esta pandilla de gángsters comunistas?”, dice el autor que se preguntaban los mismos que, durante años, habían alzado su voz a favor del derecho a la autodeterminación. Pero los “vecinos” optaron por mantenerse distantes, salvo en algún caso específico como la crisis de los misiles, y los dejaron librados a su suerte. Sesenta años de espera infructuosa.  

Interrogante crucial

El autor elabora una tesis sobre la idea misma de revolución. “La maldad esencial no es que Castro haya sido comunista, sino que haya sido revolucionario”, nos dice, y alude a episodios anteriores como la caída del gobierno de Machado en 1933. Esta idea se encuentra en otros autores cubanos, incluso partidarios de la revolución y funcionarios, como Alejo Carpentier. Siempre me llamó la atención la contradicción entre El siglo de las luces, que da la idea de que cualquier revolución termina mal, termina siendo un régimen tan opresivo como el derrocado, y que es imposible revolucionar la revolución, como quería Trotsky, y la propia actuación de Carpentier en el gobierno de Fidel Castro. Echerri insinúa la idea de que detrás de toda revolución hay un criterio religioso. 

Por mi parte, no estoy tan seguro de que toda revolución sea inútil ni de que toda revolución termine mal, creo que hay momentos en la historia en que el orden jurídico torna imposible cualquier cambio y que ese es el momento en que corresponde cierta dosis de ruptura para suplantar un orden agotado por otro. Que no siempre terminan mal lo prueban las revoluciones inglesa y francesa, que si bien tuvieron pasajes inquietantes finalmente terminaron constituyendo un avance en dirección de las repúblicas liberales.

El punto más interesante de debate gira en torno a la pregunta de si Cuba se ha perdido definitivamente. ¿Es iluso pretender restaurar la nación? ¿Se puede vislumbrar un orden poscomunista? ¿Es posible la refundación de un civismo que garantice la necesaria moral que exige una restauración democrática? Rafael Rojas escribió un libro entero, Tumbas sin sosiego, alrededor de ese crucial interrogante, y en sus páginas de esperanza menguada piensa en una democracia sin nación y en un mercado sin república. La tragedia estaría en la imposibilidad de restituir la civilización de los padres: en ese contexto el cubano del mañana no se sentiría huérfano ni desorientado, ya que las huellas de su linaje le resultarían completamente ilegibles.

Es aquí donde Echerri viene a hacer un aporte. Siendo igualmente escéptico respecto de la restauración de Cuba tal como la habían conocido, piensa con más optimismo en una nación distinta pero relativamente eficaz. Para él el castrismo arrasó las tradiciones de un modo irreversible. Cuba es hoy una nación en dos orillas, desgarrada, pero todos esos seres miserables y desfigurados, que quedaron hundidos ahí adentro, literalmente aislados, siguen siendo hermanos en el sentido más profundo de la expresión. Sigue habiendo un territorio de comunión, un imaginario social instituyente desde el cual partir, un territorio con mitos, geografías y lenguajes comunes donde los que huyeron y los que se quedaron, la diáspora y los exiliados interiores, podrían reencontrar un destino posible.

Polémica sobre el Che

Sostuve al principio de este texto que una serie de acontecimientos me impidieron volver a Cuba y, aun a riesgo de ser autorreferencial, no puedo terminar sin ahondar en esa peripecia, cuyas resonancias nos hablan de una fascinación tardía, un anacronismo patético, una anorexia discursiva. En 2005 escribí en el diario La Nación una nota que se titulaba Los fracasos del Che. Un poco por casualidad me había topado en Buenos Aires con el hermano de Jorge “Loro” Vázquez Viaña, mítico guerrillero que había combatido con el Che en Bolivia, y me hizo una confesión sorprendente. Él, que había estado tan cerca, creía que el Che peleaba por motivos terapéuticos: nunca había tenido un ataque de asma mientras estaba combatiendo. Ese dato me llevó a escribir el artículo, que desató todo tipo de iracundias e insultos. “Hasta el asma, siempre”, me gritaban los menos ofendidos. Uno de los biógrafos del Che, “Pacho” O´Donnell, intentó refutarme con un artículo en el mismo diario. Un hijo del Che, Camilo Guevara, escribió una contestación violenta en otro diario argentino, Página/12, que ya por entonces tenía una línea populista. El embajador cubano en la Argentina, cuyo apellido se repetía como un hipo, González González, quiso también terciar en la discusión, pero a falta de tribunas locales que aceptaran su queja escribió en un conocido diario italiano. Zoé Valdez, desde París, salió en mi defensa en un periódico francés.

Poco tiempo después de semejante escándalo, un amigo, el historiador José Ignacio García Hamilton, sufrió una situación muy desagradable: le habían otorgado la visa pero se la revocaron en la propia oficina de migraciones al querer entrar a Cuba. La mujer podía entrar; él, no. Firmé entonces una solicitada por la libertad de Cuba. Desde entonces supuse verosímilmente que habría un legajo, parecido a esos que se ven en el final del film La vida de los otros, con mi nombre y, al lado, estampado un sello de censura.

© LA GACETA

Marcelo Gioffré - Escritor, periodista y abogado. Colabora habitualmente en La Nación y LA GACETA, entre otros medios.

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