No se les escapó la tortuga

No se les escapó la tortuga

“Personal de la Comisaría de Trancas montó un intenso operativo de búsqueda y rescate para dar con los responsables de haber robado una tortuga de 25 años llamada Manuelita de una casa del barrio Nueva Esperanza en San Pedro de Colalao.

El animalito pudo ser devuelto sano y salvo a manos de la mujer que la cuidó todos estos años.”

* * *

A los oficiales de Trancas no se les escapó la tortuga. El asunto es que no son mascotas, son autóctonas y está prohibido su tráfico. Quizás Manuelita es de una época en la que era lícito. De todos modos parece ser oportuno señalar las características profundas por las cuales esos animales no son amigos del hombre. La más conocida, la antecesora de esta Manuelita buscaba, si recordamos la canción, dejar de serlo.

En la tintorería de París

la pintaron con barniz,

la plancharon en francés

del derecho y del revés,

le pusieron peluquita

Y botines en los pies

Sea lo que sea que resultó de ese tratamiento va en contra de la naturaleza de su especie, que es ser pensantes y ausentes, lejos de los brillos de los pavos o de la histeria de los perros.

Reflexionaremos sobre las tortugas. Las que todos conocemos. No la de Galápagos ni versión acuática alguna. Me refiero a ese cascote cuadriculado al que le crecen, como por un mecanismo neumático, cabeza y patas. Se tienen por insulsas, sin gracia; los zapallitos verdes de las “mascotas”. Es que no son mascotas, no viven para nosotros, solo para ellas mismas. No tienen ya vigencia, suerte para ellas. ¡¿Quién puede presumir de tener una?! De los perros se puede decir, ostentar poseer uno de tal raza, tengo un Boxer, tengo un Pug, un Dogo. Pero quien tiene una tortuga tiene cualquier tortuga.

Un asunto fundamental es lo que todos hemos observado: se pierden cuando no las vemos. Por espacios de tiempo larguísimos se esfuman. Tanto tiempo que no son pocas las veces que al vender una casa, el vendedor hace la advertencia de que cuando era niño su abuela tenía una tortuga y jugaban con ella, hasta que un día se metió detras de una maceta y no la vieron más. Antes de entregar la llave no puede evitar una última mirada alrededor del macetón.

¿Dónde van las tortugas cuando no las vemos? Son bichos que contradicen principios newtonianos y, hay que decirlo, ideas como las del Obispo Berkeley, que sostenía que a las cosas les da entidad la percepción del otro.

Se explica así la famosa carrera con el conejo, donde la tortuga gana. Lo logra porque no le prestaron atención. La indiferencia es su medio. No es cobardía, no se confunda. Del avestruz se puede dudar respecto a la valentía. Por caso, mete su cabeza en la tierra por razones térmicas -y, vamos, sociopáticas-, como los niños que cierran los ojos para esconderse. La tortuga no se esconde, se ensimisma. Su sustancia es el sueño, una mezcla de letargo y pensamiento. Fiodor Dostoievski, el genial ruso, compara al animal con un soñador en su cuento “Noches blancas”.

Un soñador .por si necesita una definición minuciosa- no es una persona, ¿sabe?, sino una criatura de género neutro. Habita mayormente algún rincón inaccesible, como si se ocultara hasta de la luz del día y, cuando se encierra en sí mismo, se adhiere a su rincón como un caracol, o cuando menos se parece mucho en su relación a este curioso animal que es animal y casa al mismo tiempo y que se llama tortuga.

La tortuga ha sido testigo pensante de la vida familiar de miles de casas largas de tucumanos, cazas chorizo de promiscuidad familiar. La tortuga de la familia nos vio a todos desde su limbo. Quizás, quizás, incluso nos quiso.

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