Narrativas rituales: "Gualichos", de Julieta Antonelli
Reseña del libro de cuentos de Julieta Antonelli (escritora, docente y Lic. en Ciencias Biológicas, nacida en Buenos Aires en 1980), publicado por Larria Ediciones en 2022. Los trece relatos del volumen sirven como una serie de capítulos de un universo esotérico y crítico, ancestral y visceralmente actual, con la dosis exacta de crueldad y magia.
Por Mario Flores
Sobre la narración en primera persona, Ricardo Piglia respondía en una entrevista de 1992: “Tengo la sensación de que uno entra y sale de las historias, que a lo largo de un día y en la circulación, con amigos, con la gente que uno quiere, incluso con los desconocidos, se intercambian las historias, hay un sistema como de puertas que uno abre y entra en otra trama, que hay como una red verbal en la que se vive. La cualidad central de la narración es ese fluir, ese movimiento como de fuga hacia otra intriga”. Fluir e intriga: esos son también los dos elementos preponderantes en los cuentos de “Gualichos”, de Julieta Antonelli (Buenos Aires, 1980), publicado en 2022 por Larria Ediciones. Los trece textos, lejos de ser una compilación azarosa de relatos, forman un ecosistema literario cuyo montaje imprime diálogos con paisajes y otros tiempos (históricos y posthumanistas), víctimas y victimarios, lo mundano y lo sobrenatural.
En el texto de contratapa, Paula Brecciaroli señala que “la tensión inquietante se va filtrando en situaciones casi cotidianas y se aloja, irremediable, antes de que los protagonistas y quienes leen puedan percibirlo”. Entonces aparecen palabras clave como ‘terror’ y ‘miedo’, configuraciones de esta intriga como una cuestión de percepción: los personajes de Antonelli deambulan en la incertidumbre. Son mujeres que recuerdan fiestas y brujerías de juventud, son anónimos que se entregan a perros sin hogar, parejas cuyo abismo en común es narrado con soltura y sin estridencia, pero atendiendo a la naturaleza visceral de su ritmo veloz y (casi) cínico en medio de escenografías familiares, filiales, amatorias (porque también hay obsesivos que conjuran ataduras y toxicidades ocultas, curanderos y chamanes, videntes y foráneos, tímidos y pajeros, asesinados y sobrevivientes).
El título, “Gualichos”, no refiere únicamente al territorio donde se desenvuelven las narrativas de lo esotérico (también en clave de disección antropológica: los ritos populares, las prácticas ancestrales) establecen un diálogo fundado en lo oculto -lo que también está no narrado- y lo especulativo en dos episodios que recuerdan a la vertiginosa concatenación visual de los relato des Love, Death & Robots, los cuentos breves “La Capsula” (posicionada en un futuro distópico, por ello la necesidad de considerar a estas narraciones no como futuristas sino como futuros especulativos, más cercanos a la profecía que a la ciencia ficción americana) y “El tiempo”, en un nexo con los tópicos que resaltan la potencia visual de “Tierra del fuego”, la primera novela de Antonelli publicada por Alto Pogo (2016), donde las narraciones subacuáticas no emergen desde la construcción filosófica de su self sino desde su falta de respuestas ante un mundo hermoso pero (o porque está) en ruinas. La geografía, el simbolismo mutante del paisaje y la naturaleza como eje de lo incierto, retoma esta red verbal y la yuxtapone a lo fantástico -o lo innatural-: el personaje ingresa a una cueva perdida debajo de una represa en Mendoza, la cueva es estrecha, oscura. En el otro extremo, si entendemos el camino como un portal, como un desdoblamiento de la trama hacia un cambio que opera tanto en la narración como en su realismo. “Observa todos los seres vivos a su alrededor con atención, se siente privilegiado por compartir el espacio y el tiempo con ellos. El hombre recoge brotes de la ría y se dirige a buscar un lugar para prender el fuego y prepararse una tisana”, finaliza, otorgando un doble montaje como en el mito wichí sobre “el regreso”, donde un personaje va por el cauce de un río indómito hasta adentrarse (portales dimensionales también en los relatos de pueblos originarios) en la corteza de un yuchán (palo borracho) y regresa (ingresa) al monte sin alambrados ni topadoras. El mito oral es retomado por Carlos Müller y Santos Vergara en sus respectivos libros. La diferencia central con el tono con que se desplazan los personajes de Antonelli reside en su total entrega al caos: sin afincarse en seguridades personales (pero sin el trillado recurso de ubicarlos en una inexpugnable idea de marginalidad o de moraleja final) conviven con lo insólito y lo emocional, quiebres, paradigmas que se cubren con silencio.
Son tres los cuentos principales que funcionan como piedras angulares de este volumen de 136 páginas. “Cambio de cuerpo”, “Un perro y un papelito” y “Yurumí”, siendo este último un ejercicio de variabilidades dramáticas que, a através de lo chamánico, lo esotérico y el neurovértigo, inicia y finaliza en realidades paralelas: cuestiones de estructura (el cuento comienza completamente en diálogos) y cuestiones hermenéuticas (el cuento finaliza dentro de una visión ulterior cuyo escenario se esconde en la primera sección). Otra vez: la fluidez y la intriga. La protagonista ruega a su amiga, cuyo don para percibir el otro lado de las cosas necesita para esclarecer cómo su protegida fue asesinada por Katu, un oso hormiguero gigante: “Necesito saber detalles. Hace varias noches que no duermo porque cuando duermo se me vienen imágenes, cosas horribles que siento que no son producto de mi mente sino que ocurrieron realmente”. Esa necesidad de respuestas deja a los personajes de “Gualichos” al completo desnudo, con sus obsesiones y tics sociales: y en medio, lo mágico e inentendible, un plano correspondiente a otra densidad espiritual donde lo telúrico se une a lo contemporáneo.
En “Un perro y un papelito”, acaso el mejor relato de este libro, trata sobre Fernanda (aunque el hecho de poseer un nombre no le añade mayor humanidad a su aura de mutismo y alienación), una empleada que saca fotocopias, cuya deshabilitación social la convierte en una suerte de hikikomori con capucha que teme rozar las manos de los clientes. Otra vez la potencia dramática de estas escenografías será lo monstruoso, lo irracional: lo animal. Como Katu, el yurumí, el oso hormiguero asesino, Fernanda decide entregarse incondicionalmente al salvajismo entrañable de Cachafaz, un perro con el que se conecta a primera vista. Y como contra respuesta a la estructura básica del monólogo interior (actualmente utilizado como filtro reflexivo en la literatura del yo), este relato no resuelve la narración con la muerte predecible, sino con el parto de una segunda línea en la realidad: “Te escribo esto para comunicarme con vos. Estás adentro de mi panza. la espera por tu llegada me mantiene estable. Pero de mamá, te toqué yo. De alguna manera te amo, pero yo solamente sé amar como me enseñó mi perro”.
Fluidez, intriga. El cauce, por momentos velocista y falto de ornamentos, que establece un equilibrio de naturalidad a la hora de operar sonoramente estos episodios de la vida monstruosa, la magia negra, la urgencia por saber si el más allá tiene las respuestas, revela y construye un discurso tan popular como terrorífico que se revela como radiografía de una sociedad hambrienta de lo desconocido. Por eso los cuentos de Antonelli varían según extensión, o según el corte en los bloques de texto como si se tratara de un andamiaje sospechoso (en “Mariela”, el narrador huye de un laboratorio universitario de física y reactores nucleares hacia los campos familiares, con las cabras y las huertas) y también de un entramado esclarecedor, que impacta (en “Cambio de cuerpo”, la protagonista es también una voz que narra desde la resolución, una prerrogativa de su propia escritura: “Ahora que pasó el tiempo, me doy cuenta de que era un ataque de pánico”, dice al rememorar, y todo recuerdo del amor, de la juventud, lo familiar y lo moral, se vuelve sistemáticamente volátil, “pesadillas venenosas”).
Los ambientes enrarecidos de “Gualichos” contrastan con la gélida luminosidad de “Tierra del fuego”, ya que aquí la cadencia del paisaje y las voces son otras, pero de aquella primera novela, Antonelli mantiene el filoso detallismo de narrar lo complejo con sencillez, “como si ya hubiese explotado y estuviera juntando los pedazos del desastre”.