Gustavo F. Wallberg
Columnista invitado
Sí, Javier Milei es (o fue) hincha de Boca, pero los gallinas aludidos son otros. Gallinas en el sentido de cobardes, los del “juego del gallina”, un duelo en el que un conductor se enfrenta a otro poniendo sus autos en alta velocidad en rumbo de colisión. Gana quien mantiene la dirección mientras el otro gira porque se acobardó, porque es un gallina (la versión de “Rebelde sin causa” es distinta).
Hay tres posibilidades. En una, con dos variantes, un conductor sigue derecho y el otro dobla. Gana el primero, pierde el segundo. En otra, ambos abandonan. Aquí pierden los dos. Y en la tercera ambos mantienen el rumbo y chocan. Ambos pierden, pero porque fallecen, no por cobardes. Para cada uno, si pretende seguir vivo, el orden de preferencia es ganar, empatar compartiendo la cobardía, perder al abandonar, empatar chocando. ¿Cómo actuar?
Si se hace análisis dinámico, de varios enfrentamientos y no de uno aislado, la reputación es importante. Entonces tal vez convenga ser loco. ¿Por qué? Porque el loco corre a muerte. No le importa chocar, por lo tanto no abandonará. En consecuencia, cuando uno enfrenta al loco lo mejor es ser gallina. Pero, ¿qué pasa si ambos conductores son locos?
Para ver otra posibilidad puede hacerse un recorrido por la historia de las relaciones internacionales, en concreto por la Guerra Fría, ese enfrentamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética durante la segunda mitad del siglo XX. Fría porque no hubo choque directo entre ambos líderes de concepciones contradictorias del mundo pero sí entre países satélites de ambos o en territorios no necesariamente alineados pero a los que se intentaba influir. Esos conflictos incluyeron tanto ejércitos regulares como irregulares, espionaje, manipulación cultural, terrorismo y golpes de Estado, de los dos lados.
Parte de la ausencia de acciones bélicas directas se debió al arsenal nuclear de ambas potencias. Si se enfrentaban habría una escalada que terminaría en el cruce de bombardeos atómicos con la destrucción de los dos bandos. Así, se decía que la estrategia de pacificación era la destrucción mutua asegurada. Mad, por sus siglas en inglés, que jugaba con algunos de los significados de esa palabra: loco o insensato.
En el fondo, fue un juego del gallina aunque sin choque fatal. Ambos querían sobrevivir y, consciente o inconscientemente, hubo rotación de resultados. La Guerra Fría estuvo poblada de episodios pero resaltan algunos, paradigmáticos, que involucraron en alto grado a los protagonistas principales. Para resumir, vayan la mención de los conflictos y la parte aparentemente ganadora, lo que es importante para la imagen de los gobiernos y su evaluación de las relaciones: bloqueo de Berlín, gana el bloque occidental; guerra de Corea, gana el bloque oriental; crisis de los misiles en Cuba, gana Occidente; guerra de Vietnam, gana Oriente; guerra de Afganistán, gana Occidente. ¿Qué tuvo de importante esta secuencia? Que ninguna parte se sintió avasallada. Porque un riesgo del juego del gallina es que el eterno perdedor se canse y decida actuar como el loco. No pasó eso.
¿Cómo terminó la guerra? Para que el juego funcione la amenaza debe ser creíble y los analistas conservadores evaluaban que los EEUU tenían un punto flojo fundamental a fines de los 70, y era que la paridad de arsenales impediría un triunfo bélico a bajo costo y la opinión pública no aceptaba la mutua exterminación de civiles. Entonces surgió Ronald Reagan, quien pretendió cambiar el juego con la Iniciativa de Defensa Estratégica, un escudo de misiles colocados en órbita con capacidad de destruir los misiles intercontinentales que lanzara la URSS. No habría cruce misilístico sino que los EEUU podrían hacer un bombardeo exitoso. Al mismo tiempo la economía de la URSS estaba en picada, antes Richard Nixon y Henry Kissinger habían sacado a China del juego y Mijail Gorbachov comenzó un proceso de cambio que culminaría con el derrumbe del comunismo. No se instaló el escudo pero la URSS abandonó. No el juego, sino el mundo.
También influyó, por supuesto, la política económica estadounidense. Reagan pretendió acelerar a un ritmo tal que si la URSS quería seguirlo quebraría. Y así ocurrió. Pero a un costo. El gasto público creció para financiar el armamentismo y eso desplazó al sector privado del mercado crediticio. Para evitarlo se aflojaron las regulaciones financieras llevando a una burbuja inmobiliaria que le reventó años después a George Bush y facilitó la victoria de William Clinton (más tarde George W. Bush haría lo mismo impulsado por la guerra contra el terrorismo, hasta la crisis de 2008).
En Argentina un primer paso es ver las capacidades de amenaza. Milei cuenta con la recaudación del gobierno nacional. Los gobernadores patagónicos con los votos en el Senado (sus diputados son relativamente pocos). Pero también se puede especular si el bloque sureño se mantendrá unido o el PEN podrá dividirlo, sobre todo considerando que el aliento a una unión más fuerte y amplia proviene del kirchnerismo, que no es el mejor socio.
Por ahora, Milei atropella y el resto amaga con enfrentarlo. Y aunque desde la economía las intenciones del gobierno nacional son las correctas en cuanto a corregir el desastre de malgasto y regulaciones de las últimas décadas, en lo inmediato importa poco. Más relevante es cómo se resuelve el conflicto. Si Milei es loco, o el único loco, si habrá rotación o si los gobernadores creen que a pesar del poco tiempo de gobierno ya perdieron demasiado.
En el corto plazo no importa qué pretensión de qué parte sea más útil para el país. Primero, la disputa en sí misma genera un mal clima para las inversiones y eso demora la aparición de efectos positivos de las mejoras macroeconómicas. Y segundo, en el desafío de los autos cuando los conductores chocan sólo sufren ellos y sus allegados. En cambio, cuando los gobernantes chocan la población está en el medio.