De chicos nos pasábamos temporadas enteras en Tafí del Valle. De grandes nos dimos cuenta del esfuerzo que hacían nuestros mayores para que esto ocurra. Ellos mantenían las casas con esfuerzos que sólo dimensionamos cuando caen sobre nuestras espaldas esas paredes de piedra. Dimos por sentada su existencia. No sólo me refiero a la casa, sino a las camas, las colchas, los tenedores, platos, los mazos de cartas, algunos parchados con naipes de otros lados.
La institución familiar solía relajar sus enlaces de control, que eran rígidos en la ciudad, por lo que allá nos soltaban a la mañana y nos arreaban de noche. Por tal clima de libertad y seguridad es que recuerdo tanto el episodio del latrocinio de Domingo, su horrible traición y las consecuencias insospechadas de sus actos.
Félix Eduardo Herrera, El Mono, el tío Eduardo, era un método con patas. Lo esquivábamos porque su forma de estimular nuestras mentes era plantearnos problemas aritméticos, fundamentalmente cálculo combinatorio, absolutamente imposibles. De todos modos, insistía en que no esperaba que lo resolviéramos, sino que hiciéramos un correcto planteo del asunto.
Para que la ficción no esté ausente -a fin de cuentas quería seducir a niños para la causa de las ciencias formales-, hizo de un perro, el Negrito, una especie de Beremiz, aquel personaje de Malba Tahan. “El perro que calculaba” sería la saga eduardiana.
El acecho del tío era muy persistente, así que tarde o temprano nos increpaba ante cualquier descuido nuestro. Por ejemplo, podíamos estar jugando al truco y de repente una sombra alta nublaba la mesa. El tío. Feliz de tenernos como sus presas, empezaba alguno de sus planteos. Recitaba el dilema matemático-ficcional cerrando los ojos para escucharse y modular la velocidad del relato, siempre muy lento y pausado. Hacía una mueca de risa, sabiéndose un plomo legendario.
- Saben ustedes que me lo encontré al Negrito y le pregunté: “Negrito, perro inteligente, dime lo siguiente: si se colocase sobre un tablero de ajedrez (lo suficientemente grande) un grano de arroz en el primer casillero, dos en el segundo, cuatro en el tercero y así sucesivamente, ¿cuántos granos de arroz habría en el tablero al final?”
- ¡Ese perro, tío!
Se reía de que lo tomemos en broma, pero tenía el número en la cabeza.
- 446 744 073 709 551 616. ¿Qué opinan ustedes?
- Mucho arroz tío, terrible guiso.
Así pasábamos los veranos hasta que un año Eduardo encontró que la casa de las herramientas había sido violentada. Casi no tocó nada, sólo se sentó, apoyó el mentón en el bastón de caña y comenzó a contar granos de arroz.
- Fue Domingo. QED.
Intentamos darle a entender que había muchas más personas en el mundo, nada vinculaba el robo con ese plomero, que tenía la particularidad de que carecía de olfato y probaba los escapes con un encendedor que hacía chispear y según la ignición determinaba los niveles de gas metano en el aire. Era además particularmente culto y de pocas pulgas. Eduardo explicó sin muchas ganas que estaba entrecruzando datos de: 1) conocimiento del lugar, al que había accedido varias veces; 2) la amarga pelea que puso fin a su relación vinculada a las simpatías populistas de Domingo, afín al justicialismo desde cuna; 3) las tres discusiones sobre presupuestos exorbitantes anteriores a la ruptura. Sumaba a la evidencia un hecho negativo, 4) no entró a la casa, fue directo a la casilla. No quería hacer daño innecesario.
Afirmó que le preocupaba, por sobre las herrramientas, la degradación moral del hombre de oficio. Antes de cerrar la casa ese verano -era marzo y volvería en diciembre-, clavó en la puerta del taller su razonamiento escrito y un llamado a la reflexión.
“Domingo. Detente. Sé que erés tu. No quieres hacer esto, un plomero honrado, que puedes ser todavía, tendrá trabajo siempre y sentirá la alegría de la retribución merecida. Baja tus expectativas presupuestarias, la gente te llamará”.
Desde luego, en diciembre la casilla estaba nuevamente abierta y el cartel había desaparecido. En marzo redobló la apuesta. “Domingo. Sé que sabes que lo sé. Detente”. Sumó al asunto un queso M, un salamín y una damajuana de vino regional en el interior, en una mesita con mantel y todo.
La escena se repitió, la comida había sido arrasada y el vino bebido. Eso sí, bastante prolijo. Le observamos que si no era Domingo jamás dejaría de hacerlo. Y que si era, tampoco.
Volvió a dejar un cartel, esta vez sumó bibliografía “Domingo. A Jean Valljean lo salvó su víctima”. Le dejó un ejemplar de Les Miserables, con la escena marcada. Como se sabe, en esa obra Victor Hugo hace que su personaje se convierta para el bien cuando una víctima de su conducta delictiva le salva de la prisión al obsequiarle el botín. Valljean adopta a la pequeña Cosette, huerfana y explotada.
En diciembre se encontró con la misma escena, casilla abierta sin herramientas, sin libro y sin comida.
Al otro año todo cambió, la casa de herramientas estaba intacta.
Eduardo le dedicó una sonrisa profunda al taller. Para nosotros era el fin de un delirio que no dejaba de asustarnos. Grande fue nuestra sorpresa cuando con mi prima lo encontramos al mismísimo Domingo en la villa de Tafí del Valle, saliendo de la municipalidad con una niña que nos presentó como su hija. Una niña hermosa y sonriente que nos presentó como Evita Cosette.