La designación de un nuevo director en la Casa Histórica ha generado un acalorado debate en parte de la opinión pública. Me interesa llamar la atención sobre algunas cuestiones que el ruido del debate soslaya. ¿De qué hablamos cuando hablamos de historia? Para nuestra sociedad, ¿qué tan importante es que profesionales formados, especializados y avalados en y por instituciones académicas y científicas ocupen un lugar en la gestión de instituciones públicas?
El sentido común identifica lo que se cuenta sobre el pasado como historia. Sin embargo, esta afirmación no dice nada respecto de las operaciones intelectuales que se ponen en juego a la hora de abordar ese pasado y los fines -conscientes o inconscientes- que persiguen. Es decir, no se pregunta por el cómo y el para qué. En este sentido, memoria e historia son dos modos de narrar las acciones humanas en el pasado que persiguen propósitos distintos. La memoria procura generar certezas que permitan construir sentido de pertenencia. De este modo, cuando se impulsa un proyecto sobre Bernabé Aráoz como “héroe nacional” o símbolo de la “tucumanidad”, se propone construir memoria. No es casual que para su validación, el proyecto se presente en la legislatura nacional y no en la Academia Nacional de la Historia, al CONICET o alguna institución académica y científica. Persigue un fin que es político en sí mismo, el de generar sentido de pertenencia, de comunidad. Ahora bien, quiénes son bienvenidos en esa comunidad y quiénes quedan excluidos de esa “tucumanidad”, son preguntas válidas que tienen consecuencias, políticamente hablando…
Por el otro lado, ¿cómo construye conocimiento el/la historiador/a? En primer lugar, como científico, les parece muy importante hacerse buenas preguntas. En referencia a Aráoz, por ejemplo, se preocupa menos por el día exacto en que nació y más por el sentido que el propio Aráoz y sus contemporáneos dieron a las acciones que realizaron. Y esto es así, en particular, porque el historiador conoce que en el momento en que Aráoz actúa no existe aún el estado ni la nación argentina como tal. El historiador indaga en los recursos con los que contó Aráoz, el margen de libertad que tuvo para tomar decisiones, las motivaciones, vínculos locales y regionales, lenguajes a los que apeló en su vida pública. Se pregunta por las decisiones que Aráoz tomó y los caminos que éstas le abrieron pero también por aquellas puertas que se obturaron. Sopesa el accionar del gobernador tucumano en relación con sus contemporáneos. En fin, se pregunta una y otra vez, desde diversos ángulos acerca de impacto de su acción, en extensión e intensidad. Con ese fin apela a herramientas que toma de otras ciencias sociales como la antropología, la ciencia política. La sociología o incluso el derecho, para evaluar la información que obtiene de las preguntas que le hace a los documentos que consulta. Examina lo que otros historiadores escribieron sobre Bernabé Araoz. A partir de ese recorrido, el historiador construye interpretaciones complejas e incómodas, no certezas tranquilizadoras.
Para realizar estas operaciones, el historiador se forma en una institución académica que le permitió obtener un título habilitante, primero de grado y luego de postgrado. Porque para ser doctor/a en historia, se debe haber estudiado un postgrado y defendido una tesis que presenta conocimiento original. Asimismo, el mismo historiador se nutre de una laboriosa experiencia construida a partir de investigaciones en archivos considerando, evaluando y sopesando diversos tipos de documentos. Abreva en la lectura crítica de investigaciones realizadas por otros historiadores y científicos sociales. Pone a prueba sus argumentos en clase con sus alumnos. Discute sus avances de investigación en reuniones científicas. Somete estos avances a evaluaciones con referatos ciegos para publicar en revistas científicas de impacto nacional e internacional. En estas instancias, otros científicos evalúan la pertinencia del método utilizado y la razonabilidad de las conclusiones a las que nuestro historiado arriba. De allí, que el conocimiento científicamente construido sea controlable y verificable y no postule verdades últimas.
La experiencia que describo hace a la experticia del/la historiador/a. Éste valora y trabaja junto a archivólogos/as, museólogos/as, conservadores e incluso arqueoólogos, en pos de la correcta catalogación, clasificación, conservación; puesta en valor y gestión de esos restos del pasado con los que trabaja: documentos de diversa índole. Lo hace porque cree que el conocimiento histórico ayuda a comprender cómo las sociedades del pasado procuraron resolver los problemas que nos preocupan y ocupan hoy.
Sin embargo, esta experticia no parece ser un agregado de valor significativo a los ojos de una parte cada vez más importante de la sociedad. Como tampoco le parece valorable, el proceso competitivo con criterios explícitos, públicos para seleccionar el proyecto más pertinente. Tristemente, el saber parece ocupar un espacio cada vez menor entre nosotros.
Gabriela Paula Lupiañez
Doctora en Ciencias Sociales y Magister en Historia Contemporánea