Franz Kafka, el silencio de Dios*

02 Junio 2024

Por Graciela Jatib y Jaime Nubiola

Para LA GACETA - TUCUMÁN/BARCELONA

Kafka siempre tuvo grandes preocupaciones espirituales. Escribe en su Carta al padre: “Desde que sé pensar he tenido tan hondas preocupaciones relacionadas con la afirmación espiritual de la existencia que todo lo demás me era inútil”.

El filósofo tucumano Samuel Schkolnik (1944-2010) dijo de Kafka que “había una persona en Praga que escribía como quien rezara”.

Religiosidad

Pensamos que la obra de Kafka muestra una profunda religiosidad, heredada probablemente del judaísmo: su madre Julie Löwy era nieta de un piadoso experto en el Talmud. Pero también hubo en Kafka un principio de acercamiento a la figura de Cristo. No puede dejarse de lado la devoción de Kafka por los escritos y sermones de Kierkegaard. Esta afinidad lo convierte en una figura próxima al existencialismo cristiano de los años 30 del pasado siglo. De modo semejante, Kafka admiraba y leía continuamente a G. K. Chesterton, el escritor inglés converso al catolicismo en 1922.

Causan particular asombro algunos aforismos de Kafka escritos en la Navidad de 1916 publicados bajo el título Reflexiones sobre el pecado. Escribe en el aforismo 13: “Un primer signo de un principio de conocimiento es el deseo de morir. Esta vida parece insoportable, otra vida, inalcanzable. Ya no se siente vergüenza por querer morir; uno pide que lo saquen de la antigua celda, que uno odia, y lo lleven a otra nueva, que ya se aprenderá a odiar. Un resto de fe contribuye al mismo tiempo a hacerle a uno creer que, durante el traslado, pasará el Señor casualmente por el pasillo, mirará al prisionero y dirá: ‘A ese no le volvéis a encerrar. Ese se viene conmigo’”. Se encuentra en estas palabras algún vestigio de la esperanza cristiana.

En las novelas de Kafka, cuya belleza literaria estremece, se ve a sus personajes deambulando por lugares en los que la lógica de lo cotidiano es permanentemente burlada por la incoherencia y el absurdo. En El Proceso el acusado Joseph K. vivirá sometido a los designios incomprensibles de la Ley, a expensas de un poder superior inaccesible, arrastrado por una culpa que no entiende. En el capítulo noveno producen desconcierto los elementos de la religión cristiana usados por Kafka y que parecieran dar el sentido final a la obra: una catedral, un sermón, un sacerdote que se refiere a “la letra de la escritura” mientras en la soledad del templo, desde su púlpito, relata la parábola de la puerta de la Ley que estaba destinada para K., pero que no podrá alcanzar: le ha sido arrebatada la salvación.

De igual manera, en El Castillo -escrita en 1922, dos años antes de su muerte-, el agrimensor K, contratado para cumplir funciones en un castillo, nunca puede llegar a él, pero sí puede ver su resplandor desde la aldea donde permanece como huésped, como peregrino que añora una morada definitiva. Camus escribió en El mito de Sísifo que esta obra era “una teología de la acción” o de “la aventura individual de un alma en busca de la gracia”, ya que “Kafka niega a su Dios la grandeza moral, la evidencia, la coherencia, pero es para arrojarse mejor en sus brazos”.

Un silencio

En su Introducción a Kafka, Rodolfo Modern destacó un pasaje importante del Diario de 1917 para entender la religiosidad de Kafka: “Nosotros estamos, vistos con el ojo manchado por lo terrenal, en la situación de los viajeros de un tren que se ha accidentado en un largo túnel, y precisamente en un lugar donde ya no se ve la luz de la entrada, mientras que la luz del final es tan débil que la mirada debe constantemente buscarla y la pierde de continuo, con lo que ni siquiera principio y fin son seguros”.

Quizá para entender a Kafka debe darse vueltas alrededor de sus textos como los israelitas alrededor de las murallas de Jericó, esperando que el sentido se haga visible por sí mismo.

Entre sus escritos, abarrotados de símbolos y metáforas, hay uno que puede arrojar una luz especial. Se trata de El Silencio de las Sirenas, texto breve en el que Kafka retoma el canto XII de la Odisea. Como se sabe, Ulises había sido ayudado por Circe para evitar que el canto de las sirenas le alejase de su rumbo y pereciera. En la versión kafkiana es Ulises quien se tapa los oídos con cera y así se libra de oír el canto de las sirenas, pero más importante aún, se libra también de oír su insoportable silencio: “Las sirenas poseen un arma mucho más valiosa que su canto: su silencio”. En este escrito, Kafka parece formular su dolor ante el silencio de una voz que añora: la voz de Dios. Como escribe en el aforismo 26: “Los refugios son numerosos, la salvación es una sola”.

(c) LA GACETA

Graciela Jatib - Licenciada en Filosofía de la UNT.

Jaime Nubiola - Profesor emérito de la Universidad de Navarra.

*Una versión más extensa de este artículo fue publicado en estas páginas en 2015.

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