Joaquín Sorolla, el artista de la luz y del mar

02 Junio 2024

Por Walter Gallardo

Para LA GACETA - MADRID

Quizás pocas veces reparamos en que las obras de arte son una parada o el destino final de un largo periplo, el resultado de una aventura laboriosa en busca de la belleza, en una de sus tantas escurridizas formas. No existirían sin la obstinación con la que un artista trabaja para transmitir una mirada, la suya, no sobre lo que ve sino sobre lo que perdura en su memoria después de pasar lo visto por el tamiz de la sensibilidad. Sin duda, un amanecer puede ser motivo de éxtasis para nuestros sentidos, y aun así ser confundido con muchos otros amaneceres; sin embargo, lo improbable es confundir, o imitar, un amanecer de Turner o de Monet, ese subjetivo esplendor que supera a la naturaleza.  Pensemos sólo en Norham Castle, surnrise o Impression, soleil levant, dos cuadros donde el nacimiento del día es un extraño fenómeno, casi un estado de ánimo.  

De ese viaje, pocos han dejado tantas huellas como Joaquín Sorolla, el pintor valenciano, mago inigualable de la luz y de su brillo en los cuerpos y en el agua del Mediterráneo, en escenas simples de la vida diaria de un pescador o las que reflejan la alegría contagiosa de los niños jugando a orillas del mar. Fue un trabajador infatigable, dueño de un talento madurado en el esfuerzo y llevado hasta la cúspide sometiéndose a la renuncia que tantas veces exige el arte a cambio de una quimera, o de nada.  

“¿Que cuándo pinto? Siempre. Estoy pintando ahora, mientras hablo con usted”, le dijo a un periodista, transmitiendo la idea de que le resultaba imposible reprimir esa vehemencia que todo lo lleva a una dimensión, la propia, donde cada imagen del entorno acaba cediendo dócilmente a su lápiz o a su pincel. Esbozaba un itinerario hasta llegar a la obra que todos verían más tarde como un momento único, sin saber que le habían precedido una serie de bocetos, ensayos que se repiten con tozudez sobre escenas parciales, como si dividiera un instante en trozos o piezas, en gestos calculados, en movimientos elásticos imitando a los naturales, para luego unirlos con armonía y naturalidad bajo el resplandor de la luz blanca del Levante. Al observar las pruebas de este proceso, uno se pregunta cuál es el tiempo del cuadro. ¿Es la suma de todos los tiempos que aportan los bocetos? ¿O sólo un segundo hecho, paradójicamente, de muchas horas y muchos días en la mente de Sorolla?

El camino no ha sido fácil. Su formación académica fue formal y eso no alcanzaba sino para dominar los rudimentos de la pintura. Su estilo se iría perfilando con mayor nitidez durante sus estancias en Italia y en Francia, y a la vez diferenciándose del impresionismo en boga. El Grand Prix de París, en 1900, le abriría todas las puertas con aquella inquietante obra llamada ¡Triste Herencia!, en la que se ve a un cura y a un grupo de niños tullidos en contacto con el mar como terapia. Le seguirían los reconocimientos en Berlín y en Londres. En la galería Grafton de esta última ciudad conocería a quien fue su mecenas estadounidense. Deslumbrado con su obra, Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society of America, decide invitarlo a Estados Unidos. El éxito sería arrollador. Más de 160.000 personas visitarían su primera exposición en 1909. Repetirá dos años después y ya nadie discutiría su consagración definitiva a ambos lados del Atlántico.

Ronda entonces los cincuenta años y está en su plenitud artística. Dibuja, construye imágenes fotográficas a partir de una mancha de óleo sobre la madera, agiganta en un lienzo una escena veraniega que mejora la gracia de cualquier sueño; su mano no descansa, parece independiente de su voluntad. En ese frenesí, mientras mira desde la ventana del hotel Savoy de Nueva York, plasma, con lápiz o en gouache, imágenes urbanas en los cartones en los que se envuelven las camisas recién planchadas de la lavandería o en los reveses de las cartas de los restaurantes: el hotel Plaza, del otro lado de la calle; la quinta avenida en la esquina con la calle 59, en ese vértice del Central Park; la noche prematura de invierno y las luces pálidas de las lámparas en las ventanas de los edificios; la nieve y los coches negros en una danza interminable.

Su producción alcanza proporciones sobrehumanas. No tiene un minuto de descanso. Le han encargado desde la Hispanic Society cuadros para decorar su biblioteca y para ello viaja por todo el país. El resultado será la colección Visión de España, un conjunto de 14 paneles que muestran costumbres y tradiciones regionales. Su pasión parece haber entrado en trance.  En un verano pintará ochenta cuadros. Su hábitat natural será el trabajo, los dominios donde puede reducir el universo a una plasticidad y a un orden que la realidad suele negar; es donde será capaz de convertir el tiempo en una escena luminosa y la vida en un eterno día de verano.

La enfermedad lo detuvo a los 57 años. Un derrame cerebral cayó sobre él como un rayo mientras retrataba a una mujer en el jardín de su casa, hoy un museo en el paseo del General Martínez Campos de la capital española. Nunca más podría pintar. Resulta paradójico que los materiales que utilizó para llegar a la cumbre fueran los mismos que al parecer lo envenenaron: algunos sostienen que aquel bermellón compuesto por mercurio y azufre que tanto usaba, el blanco plomo y el verde de Scheele (un pigmento con arsénico), cuyos restos fueron encontrados en su sangre, podrían haber causado el rápido deterioro de su salud. Moriría tres años después (en agosto pasado se cumplió un siglo de su fallecimiento), en su residencia de Cercedilla, en las sierras de Madrid. Dejaría una cantidad deslumbrante de obras catalogadas: alrededor de 2.200. Distribuidas en los santuarios más distinguidos del arte, son hoy el territorio de un reino inequívoco, elevado a la condición de inmortal.

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Walter Gallardo - Periodista tucumano radicado en España.

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