Existencias tristes con París de fondo

La soledad como punto ciego de la novela. Por Gabriel Bellomo para LA GACETA.

23 Junio 2024

NOVELA: LAS HORAS SUBTERRÁNEAS

DELPHINE DE VIGAN (Anagrama - Barcelona)

La autora de Nada se opone a la noche, novela que recibió múltiples galardones y fue traducida a más de 40 idiomas, inició su carrera con la hoy reeditada Las horas subterráneas, texto sin dudas autorreferencial, como sucede con la mayoría de las obras notables. Y es en esta historia donde podremos rastrear los temas a los que retornará. Dos personajes, Mathilde, viuda a cargo de tres hijos y jerárquica de una importante empresa, y Thibault, médico de emergencias y visitas a domicilio, en dos planos de existencia paralelos y desconocidos uno para el otro en la misma ciudad, son los protagonistas. Sus vidas, calcan, en varios sentidos, destinos semejantes, en los que el agobio de la rutina, las sombras de la soledad y la exigencia de tareas extenuantes, los irán convirtiendo en personas tristes y desesperadas. 

El punto ciego —como lo nombraría Javier Cercas— de la novela es la soledad. La postración a que queda sometida por el cada vez menos sutil destrato de su jefe, quien por una mera desavenencia se encarga, sin excusas o, peor que ello, con excusas fraguadas, de relegarla en sus atribuciones, disminuirla, hasta finalmente sustituirla, adjudicándole un despacho minúsculo junto a los lavabos. En espejo, Thibault pierde a Lila, a quien abandona. Pérdida, renuncia. Él y Mathilde, a su modo, son seres abandonados. La medicina para Thibault, quien está obligado a realizar decenas de visitas domiciliarias por día, no es menos degradante, quedando así postergado el proyecto con el que había soñado. 

Como en otras novelas de Delphine de Vigan, París es protagonista y se diría que opera como la Praga de Kafka, de un modo angustioso y atormentador, difícilmente encontremos alusiones a parques, bulevares, museos, jardines, sí, claramente a todo aquello que sucede entre calles, medias calles, algunas de ellas sin salida, otras ocluidas por incesantes atascos en el tránsito o en la intricada red del subterráneo —aludida explícitamente en el título de esta novela. 

Y luego está la cárcel de la rutina, la imposibilidad de conciliar el sueño: “Hace tiempo que Mathilde ha perdido el sueño. Casi todas las noches la despierta la angustia, a la misma hora, sabe en qué orden va a tener que contener las imágenes, las dudas, las preguntas, se sabe de memoria el recorrido del insomnio, sabe que va a darle vueltas a todo desde el principio, cómo empezó, cómo se agravó, cómo llegó a ese punto y esa imposible vuelta atrás…” Hay una vidente a quien Mathilde recurre, una fecha, un hombre que aparecerá en su vida el 20 de mayo. A la mujer que perdió diez años antes a su esposo, el misterio de un hombre que interrumpiría el fantasmagórico decurso de sus días. No lo cree, no del todo. Se ha hablado de la agudeza y la tristeza de esta novela. La prosa destaca y sobrevuela todo el texto. En cuanto a la tristeza como un atributo de la existencia, no conozco, para la literatura, mayor elogio.

© LA GACETA

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