Por Miguel Ángel De Marco
La figura de Roca descuella entre los personajes más notables de la historia argentina. Alumno del célebre Colegio del Uruguay fundado por Urquiza, no sólo se destacó entre los que seguían en sus aulas la carrera militar, sino que sobresalió por sus innatas condiciones de precoz líder entre sus compañeros de todas las provincias. Su capacidad intelectual le sobraba para estudiar los manuales de táctica y comandar los ejercicios castrenses. De ahí que ampliase el horizonte de sus lecturas hasta donde se lo permitía la nutrida biblioteca del establecimiento. Y de ahí, también, que comenzase a atesorar sus propios libros. Acostumbrado a mandar, como soldado, como jefe de partido y gobernante, Roca sabía reconocer sus errores y aun disculparse ante sus colaboradores inmediatos cuando algún raro gesto destemplado del Presidente los ponía en el deber moral de renunciar. También sabía escuchar, y como era abierto, curioso y perspicaz, estuvo en condiciones de resolver los variados temas que llenaban sus preocupaciones de estadista. Sin exhibir el vuelo intelectual de Mitre, Sarmiento o Avellaneda, aunque era un hombre de libros y de cultura, cimentó los logros de sus respectivas presidencias rodeado de los mejores políticos de su tiempo a quienes supo amalgamar y conducir.
Fue el primer presidente elegido según la Constitución de 1853 que desempeñó por dos veces la suprema magistratura de la República.
La ocupación de la Patagonia, como resultado de la expedición militar al Río Negro que encabezó en calidad de ministro de Guerra y Marina de Avellaneda, y la posterior campaña de los Andes, cuando ya ejercía el Poder Ejecutivo, afirmaron la bandera argentina hasta el extremo sur, de la misma forma que las realizadas al Chaco durante este último período, integraron vastas regiones casi desconocidas al patrimonio nacional. El reclamo de soberanía sobre las Islas Malvinas obedeció al mismo propósito.
Hoy se multiplican las imputaciones de genocidio, con referencia a las operaciones que permitieron, al decir de Armando Braun Menéndez, la incorporación “al dominio efectivo de la Nación y al trabajo fecundo de sus hijos, un millón de kilómetros cuadrados”. Pero Roca y sus subordinados no vivieron en el siglo XXI, que por otra parte ofrece formas de violencia tanto o más graves que las de la centuria en que les tocó vivir, sino en una época de constantes ataques a poblaciones indefensas durante los cuales se robaba, secuestraba y mataba impunemente.
La sociedad toda reclamaba una paz que le negaban tanto los malones como las luchas fratricidas.
La visión de estratega y político de Roca le indicaba que, para alcanzar pleno dominio de los espacios australes y consolidar la presencia argentina en el mundo, era necesario asegurar la navegación en aguas oceánicas: “Las naciones no buscan el mar -expresaba- sino cuando han asegurado la dominación del suelo; cuando, zanjadas las dificultades de su organización interna, se sienten estimuladas a ensanchar la esfera de su actividad”.
Poco más de un año después, acallados los fragores del alzamiento militar de la provincia de Buenos Aires, que fue vencido por las fuerzas nacionales en junio de 1880, Roca asumió la presidencia de la República, luego de preparar el terreno para obtener los votos que necesitaba con sagacidad, tiempo y vínculos establecidos en casi todo el país. El lema “Paz y administración”, expresado en su primer discurso ante el Congreso, exteriorizó la voluntad de construir en un clima de orden y concordia.
No faltaron los litigios con las naciones vecinas, aunque su tenacidad le permitió resolverlos. Especial significación tuvo la firma del tratado argentino-chileno de 1881. Y no estuvieron ausentes la violencia política y la injerencia oficial en el momento de elegir a su sucesor, candidato y concuñado Miguel Juárez Celman, quien, sin embargo, obligó a Roca a una especie de ostracismo del que lo sacó el marasmo político y económico que dio origen a la revolución del 26 de julio de 1890, luego de la cual asumió la presidencia el vicepresidente Carlos Pellegrini. Juntos, a veces muy próximos, otras más o menos distanciados, ambos fueron los árbitros de la política argentina, pues contaron con una extendida red de lealtades políticas que llegaba a los lugares más recónditos del país. Nada pudieron las revoluciones radicales, ni la prédica de la prensa antagónica, ni los acuerdos entre los hombres de la oposición. El Partido Autonomista Nacional estaba en todas partes, y fue esa imbatible estructura, apoyada por los gobiernos provinciales con sus infalibles medios de convicción y coerción, la que lo colocó por segunda vez en el poder en 1898.
El 1º de mayo de 1904, al dejar inauguradas las sesiones del Congreso Nacional, a escasos meses de concluir su mandato, Roca podía formular este breve pero halagüeño balance: “No hay una sola región del país, por apartada que esté, en la cual no se haya inaugurado, o no esté en vías de construcción, una escuela primaria o superior, o de enseñanza agrícola, un ferrocarril, un camino, un puente, un puerto, una línea telegráfica, un hospital, un cuartel. Observaréis que en todas las ciudades importantes hay costosas obras sanitarias; y que hemos balizado y alumbrado nuestras costas marítimas y nuestros grandes ríos, a fin de que se pueda navegar por ellos como se transita por un bulevar iluminado. Os daréis cuenta exacta al comunicaros las impresiones respectivas que traeréis de todos los rumbos de la República, de la intensidad de la vida, del activo movimiento y de las nuevas energías altamente satisfactorias que se despiertan por todas partes”.
Sus palabras reflejaban la imagen de un país pujante que, más allá de los conflictos políticos, sociales y aun económicos, abrigaba fundadas esperanzas en un promisorio porvenir.
*Fragmento del prólogo.