El análisis de un sacerdote y de una psicoanalista acerca de una obra sobre Sigmund Freud

Ana Petros y el padre Gerardo Diéguez asistieron al teatro para dar sus punto de vista sobre “La última sesión de Freud”.

EN EL ALBERDI. Machín y Lorenzo, interpretando a Freud y Lewis. EN EL ALBERDI. Machín y Lorenzo, interpretando a Freud y Lewis.

El domingo a la tarde está casado con el fútbol. Están unidos en santo matrimonio desde hace muchísimos años y con un vínculo válido tanto en Tucumán como en el resto del mundo. El domingo los futboleros, los bohemios, los pobres, los ricos, los snobs, casi todos van a la cancha o al menos ven una cancha a través de un televisor. En el peor de los casos, son obligados u obligadas ya en el final de una sobremesa interminable. El deber marital llama ese día y a esa hora. Este último domingo a la tarde, para muchos, fue la oportunidad ideal para ser infiel. A las 19 se presentó en el teatro Alberdi la multipremiada obra “La última sesión de Freud”, dirigida por Daniel Veronese e interpretada por Luis Machín y Javier Lorenzo. Prácticamente sin fútbol en nuestro país por las Eliminatorias, los tucumanos colmaron el teatro Alberdi decididos con su infidelidad.

La obra pone en escena un encuentro (ficticio) entre Sigmund Freud y un profesor universitario. Ambos discutirán por 70 minutos la existencia o no de Dios con el sexo, el amor y el propósito de todos en esta vida, también atravesados. El fútbol debería hacer la vista gorda: vale la pena el engaño.

Mejor no analizar la analogía y el chiste sobre un sagrado sacramento como el matrimonio. Mucho menos si LA GACETA invitó a dos personas capaces de hacer eso y mucho más un domingo por la tarde: una psicoanalista y un sacerdote. Ambos estuvieron presentes en el teatro Alberdi viendo la obra y tomando algunos apuntes. ¿Para qué? Para comentar en dos columnas de opinión su punto de vista acerca una obra tan interesante de pensar y estudiar.

Así como los personajes en el escenario exponen sus argumentos subidos a dos sólidas actuaciones, la psicoanalista Ana Petros y el sacerdote Gerardo Diéguez hicieron lo propio. Y aunque en la obra parezca haber un ganador, no es la idea en este caso. Después de todo, si fue una sesión de terapia, tampoco debería haber perdedores. Aquello lo dejamos para el fútbol, pero este domingo a la tarde, como dijimos, el deporte fue marginado.

Punto de vista I

La posición de Freud nos ayuda a estar atentos

Gerardo Diéguez

Sacerdote - director espiritual - Seminario Mayor de Tucumán

Lo primero que quisiera resaltar es que la obra se trata de un diálogo; ya la sola existencia de un diálogo entre un ateo y un creyente es algo digno de ser celebrado. El único camino de la Iglesia es el diálogo, con todas las realidades humanas. No hay nada verdaderamente humano, que sea ajeno a la Iglesia. Lo que más interesa de esta obra es, entonces, la unión de los dos personajes (Sigmund Freud y C. S. Lewis), para descubrir, no tanto lo que los separa, cuanto lo que los une y nos enseñan.

Es de destacar que el psicoanálisis de Freud aporta muchos elementos para los que somos creyentes, para una correcta vivencia religiosa: diferencia y corrige lo que puede ser una religiosidad inmadura y extrínseca y nos advierte sobre la posibilidad de que nuestras motivaciones no sean tan conscientes como creemos a primera vista.

Pero también es digno de señalar que Freud fue ateo antes de sus investigaciones psicoanalíticas, con una historia personal que lo llevó a una visión negativa de la religión; por lo tanto, su ateísmo es previo y no surge del psicoanálisis.

Algo que puede también puede ayudarnos a los creyentes es que Freud presenta el ateísmo como la negación de una imagen de Dios equivocada y absurda. En este punto, sin embargo, podemos estar de acuerdo: también los creyentes podemos, y debemos, ser “ateos” de ciertas imágenes equivocadas o inmaduras de Dios. Nuestra imagen de Dios siempre tiene que ser susceptible de ser revisada y corregida a la luz del Dios de Jesús, que nos muestran los Evangelios.

Freud se detiene en aspectos parciales y extrínsecos de la religión, como si se tratara de una neurosis obsesiva o una mera ilusión. Pero también es posible tener, como lo resalta el mismo Carl Jung, una experiencia madura de la religión; y la ilusión puede ser algo bueno, un alimento que se muestra como esencial al espíritu humano para vivir. “El porvenir de una ilusión” se puede convertir en “la ilusión del porvenir”.

Conviene aclarar también que la teoría psicoanalítica de Freud del único Dios Padre, sólo es aplicable a las religiones monoteístas, más específicamente, a la judeo-cristiana. Además, la figura materna está llamativamente olvidada en sus explicaciones.

Sin embargo, la posición de Freud nos ayuda a los que tenemos fe, a estar atentos para evitar una religiosidad extrínseca, que no vaya de la mano de la responsabilidad personal y la autoimplicancia; porque vivido de manera inmadura, el fenómeno religioso nos puede llevar o aportar a una patología con acciones obsesivas.

Una religiosidad vivida madura y responsablemente, lejos de ser patológica, se convierte en una expresión sana de auténtica y profunda humanidad.

ANTES DE ENTRAR. Petros y Diéguez, minutos previos al comienzo de la función en el teatro Alberdi. ANTES DE ENTRAR. Petros y Diéguez, minutos previos al comienzo de la función en el teatro Alberdi.

Punto de vista II

¿La última sesión de Freud?

Ana Petros

Fundadora del Seminario Psicoanalítico

Después de una puesta en escena de excelencia con los actores Luis Machín y Javier Lorenzo que pusieron de pie a un teatro pleno de entusiasmo y reconocimiento, queda por preguntarse por qué es que esta obra atrajo a tanto público como hace tiempo no se veía. El teatro Alberdi relucía de entusiasmo por donde se lo observara. Y la respuesta es que donde esté anunciado Freud se hace irresistible el interés, la curiosidad o el reconocimiento de que por allí se encuentra la verdad de un saber sobre nuestro inconsciente, que siempre tendrá una porción de enigma.

Esa verdad toca a algo mucho más profundo que el dolor singular de nuestro síntoma. Toca a la verdad sobre la trascendencia de la Humanidad, sobre su origen y su futuro, sobre la pregunta sin respuesta jamás sobre la muerte y nuestro destino. Toca a la posibilidad de una creencia que confía en un Otro como respuesta. O en la posibilidad de preguntarse qué se cree cuando no se cree.

Freud no escapa a estas consideraciones profundas. ¿Cómo lo haría quien se atrevió a abrir a fines del S XIX, junto a grandes filósofos como Hegel, Nietzsche, Schopenhauer, Kierkegaard y otros, la hondura del psiquismo y de la estructura de las ideas contra todos los prejuicios del conocimiento?

Sigmund Freud escribió en su agenda, 20 días antes de su muerte, que un catedrático de Oxford iba a visitarlo. Nada más. No era el tal C.D.Lewis. Pero de aquella nota, Armand Nicholi, un doctor en psiquiatría de Harvard, imaginó The Question of God, un libro publicado en 2002. El guionista norteamericano Mark St. Germain, se apoya en el libro del psiquiatra estadounidense, La cuestión de Dios, que mira la vida humana desde dos puntos de vista opuestos: el de un creyente y el de un no creyente.

La visita es en Londres, en la casa de Anna la hija de Freud donde es trasladado desde Viena para evitar su muerte ordenada por los nazis. Allí donde se trasladaron todas las pertenencias de Freud, que tuve la suerte de conocer cuando se estaba proyectando el Museo que hoy está abierto al mundo y de entender la apreciación que él mismo hace sobre proyectar la mirada hacia un jardín muy bello a diferencia de la casa de Viena. No puedo dejar de incluir mi propia apreciación al respecto después de que conociera ambas viviendas.

Septiembre del 1939, 20 días faltaban para su muerte. Él ya lo sabía. Freud con 83 años y Lewis de 41 años, da lugar a que el primero pu diera otorgarle la presunción al segundo de que pueda creer en el futuro. Después de todo es innegable la ilusión y la esperanza de Lewis a su edad, si no, qué seríamos a esa altura de la vida sino desgraciados y pesimistas sobre el tiempo que aún nos faltara por vivir. Para Freud no es lo mismo. Ya ha transcurrido su larga vida plena de conciencia sobre el bien y sobre el mal que se cierne sobre la existencia. ¿Para qué más engaños? Lewis puede aún sortear, engañarse o mentirse sobre la verdad. Es su derecho, aunque Freud insistiera en abrirle los ojos. ¿Tenía el Maestro esa atribución? Pero allí estaba Lewis, como Einstein, Zweig, y tantos otros, para desentrañar el Saber-no-sabido, que le habrían otorgado a Freud.

Y van cayendo en el transcurso de ese encuentro, las ideas ya consistentes que Freud tiene sobre las invenciones humanas. La creencia en un Otro superior que da sentido a nuestra presencia en el mundo y a nuestro más allá de la vida. Va afirmando enunciados que tiene su profundidad en los ensayos que le pertenecen. Descontextualizados nos pueden parecen hasta insolentes: La culpa se esconde detrás de las religiosidades; Dios no fracasa ante la naturaleza, pero fracasó respecto a la Conciencia Moral de la Humanidad; se cree en Dios solo ante un acontecimiento doloroso; lo que se niega, existe; el hombre está solo en el Universo.

“Sáquese la máscara Lewis”, ordena respecto a las máscaras antigás que con toda prevención Lewis trae para ambos ante la inminencia de un ataque, se iniciaba la 2ª Guerra Mundial. La frase tiene un doble sentido. Otra vez: abra los ojos Lewis. Ante qué, ante lo que la realidad les estaba mostrando innegablemente. “Desnude su alma de lo que la cubrió con sus creencias ilusorias”.

La intromisión de los informes de la radio sobre la guerra le dan la razón a su dureza: la crueldad del mundo, la de aquellos que deciden matar sin compasión, esos mensajes deshumanizados no son otros que los golpes de las pulsiones destructivas inmodificables que impotentizarán tanto a Freud hasta sus últimos días. Freud escucha los últimos estertores de la pulsión destructiva, viva, implacable, ardiente en el humo de la explosión de las bombas sin compasión hacia la muerte.

Hitler

La intervención de Hitler, un líder de la maldad, no es más que una invención de los hombres, a quienes les fascina el poder de un ser Superior y que lleva a la masa a su peor lugar.

Freud reconoce lo que testimonian las fuentes sagradas: la encarnación del mal en Satanás. Se atreve a nombrarla como una creación brillante en tanto es reconocida la Maldad junto al Bien. El mal está siempre en algún lugar, sobre lo que le interroga Einsten en el por qué de las guerras.

Dios- Satanás- Hitler, una trilogía del S XX, y de todos los tiempos de la humanidad , que interroga a las creencias del ser humano y sus construcciones ideológicas.

Este reconocimiento doloroso se extiende a su cuerpo: “Tengo que agradecer a su Dios de que me haya bendecido con este cáncer que no me permitirá ver otra guerra”.

No parece haber una Ley Moral suficiente para detener a estas pulsiones de destrucción.

La ley de la función de un padre, tanto el de Lewis como el de Freud, a quienes ambos los cuestionan, tiene lo común a todos los padres: y es que son insuficientes protecciones ante tanta crueldad.

Por ello, se crea como sustituto a un Dios sin falta ni insuficiencia alguna. Freud no era precisamente un ateo. Si él tuvo algún Dios, fue a uno al que le admitió su insuficiencia o su impotencia para crear un mundo mucho más amable.

Por ello no se cumple como se desearía la máxima de Ama a tu prójimo como a ti mismo. Las guerras tanto como el cotidiano vivir muestran esa fracción inconmovible en los seres humanos que los priva de esa solidaridad amorosa. Y Freud, al final de su vida, ya no encuentra los recursos para engañarse. Ante esto declara con enojo “¡mejor que el cáncer me hubiera atacado el cerebro!” (no el paladar, por ser un gran fumador).

Freud más que incrédulo, diría que ha aceptado el sinsentido de la vida y la vida en tanto absurda, de las que nos habla Camus, y que sin esa aceptación no habrá quien ponga el ánima para la creación de algo nuevo, en el savoir-faire de esas artesanías maravillosas que también heredamos del S XX, de los que enfrentaron con valentía esa absurdidad.

Se supo que Freud no amaba la música. La explicación es significativa: “No tengo explicación para esto que me conmueve”. Me arriesgo a una interpretación: ¿Es que hay derecho a la emoción con alegría después que se perdió a una hija, un nieto, por enfermedad, y a muchos miembros de la familia a causa del terror nazi? Sería experimentar una felicidad inmerecida y culposa.

Con esto podemos tal vez entender algo de cómo este hombre le pudo dedicar larguísimas horas de trabajo diario a aliviar el dolor ajeno, cuando cargaba sobre sus espaldas tanto del propio.

La puesta en escena muestra a un Freud irónico, se sabe que lo fue, pero bastante burlón y casi despiadado como tenemos pocas noticias. Su concepción de la sexualidad no puede faltar. Jamás descuidó el transmitirnos que el sexo no es la sexualidad. El coloca a las tendencias más fructíferas del lado de la segunda que precisamente no radican solamente en el cuerpo, sino en cualquier acto creador.

La obra de M. St. Germain tiene por título “La sesión final de Freud”, me parece más ajustada respecto a la cronología, si tenemos en cuenta que fallece a los 20 días de ese encuentro de ficción.

En cambio “La última sesión de Freud” cambia el sentido hacia algo que es falso: No habrá la última sesión de Freud mientras sigan tan candentes sus concepciones sobre la vida, la guerra, la humanidad, el amor, la cultura y la sexualidad. Y mientras los psicoanalistas no abandonemos las enseñanzas inigualables del Maestro, habrá muchas sesiones de Freud..

Freud orquestará su propia muerte en Londres. Su médico le inyectó una dosis letal de morfina, su dolor después de 33 operaciones ya era insoportable.

Murió en la madrugada del 23 de septiembre de 1939. Este es probablemente el primer caso documentado de sedación terminal.

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