A 175 años de su muerte: Edgar Allan Poe y su carta robada

los primeros pasos del famoso héroe.

A 175 años de su muerte: Edgar Allan Poe y su carta robada

El lunes pasado se cumplió otro aniversario de la muerte del joven Edgar Allan Poe. Tenía sólo 40 años cuando falleció en 1849, en el mismo Estados Unidos donde había nacido el 19 de enero de 1809. Los 175 años que distan desde su desaparición llegaron durante este 2024 “en horario” con otro aniversario “redondo” vinculado con el autor de las oscuridades: en diciembre se cumplirán 180 años de la publicación de uno de sus cuentos emblemáticos: “La carta robada”.

Aunque a fuerza de reduccionismos son incontables las síntesis biográficas que se empecinan en subrayar que “El cuervo” ha sido el más consagrado de los relatos de Poe (y pesar de que “El escarabajo de oro” inspiró en la Argentina el nombre de una de las revistas más significativas de los 60 y los 70, dirigida por el enorme Abelardo Castillo), “La carta robada” orbitó sobre las obras ficcionales de manera imperecedera. Y sobre las no ficcionales, también. Y todo ello teniendo en cuenta que el cuento no está planteado como un enigma policial.

Desde el título se conoce el objeto de la trama, anclada en París. Y desde el inicio del relato se sabe quién sustrajo la epístola. Es más: ha sido visto cuando se la llevaba. Esa escena del crimen está atravesada por una intriga. Hay una persona que, se infiere, es la reina. Está en el tocador real, recibe una carta y comienza a leerla cuando irrumpe otra persona de máxima jerarquía: se supone que es el rey. Quien lee intenta en vano ocultar el escrito en una gaveta: termina dejándolo en una mesa. En ese instante ingresa el ministro “D”. Él nota los nervios de la persona destinataria de la carta así que, a propósito de comentar asuntos de negocios, saca una carta cualquiera y la coloca encima de la anterior. Luego, al retirarse, se lleva el documento que había recibido la “ilustre persona”, quien lo advierte todo, pero no intercede: hubiera alertado al otro “elevado personaje”.

Estos son los hechos que el inspector “G” le narra a Auguste Dupin, quien es la encarnación de la razón. Tanto es así que Dupin se encuentra fumando en pipa con un amigo (ese amigo actúa como el narrador), en una biblioteca. El policía acude allí por una razón: todos los hechos y protagonistas están identificados, pero la carta no aparece. A la residencia del ministro “D” ya la han revisado de pies a cabeza. El propio inspector “G” ha irrumpido clandestinamente noche tras noche. Ha removido mueble y alfombras y hasta el tapiz de las paredes, pero no logra dar con el escrito. También se ha descartado que el ladrón lleve consigo la carta robada. Ya hicieron asaltar dos veces al ministro y corroboran que no carga el texto. Tras presentar el caso, el policía, sin sosiego, se retira.

Un mes después regresa, tanto o más angustiado que antes. Hasta el punto que le confiesa a Dupin que está dispuesto a pagar un dineral por cualquier asesoramiento que lo ayude a dar con la carta.

- Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y pagar por él. De verdad, pagaría 50.000 francos a quienquiera me ayudara en este asunto.

- En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una billetera de cheques-, bien puede usted firmarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.

El prefecto, cuando logra salir del estupor, firma el instrumento de pago y ocurre lo inverosímil: Dupin le da el documento tan buscado. Lo que le explicará a su amigo es que la policía parisina es muy idónea para buscar, en este caso, lo que se esconde. Pero la carta no estaba a guardo, sino al alcance de la mano. A la vista de todos, pero disfrazada. El papel había sido estrujado, roto en sus bordes, y se le había estampado un sello de la familia del ministro “D”. Luego, había sido colocado, casi de manera descuidada, en un tarjetero. Dupin intuía que el funcionario infiel fungiría una maniobra de este calibre, así que le pidió una audiencia. Acudió a verlo a su casa, olvidó adrede una tabaquera de oro, volvió a buscarla el día siguiente y en esa oportunidad se valió de una ruidosa distracción callejera para reemplazar la carta robada por un papel cualquiera¸ camuflado de manera idéntica. ¿La razón? Que el ministro “D” provocase su propia ruina, actuando de manera indebida, creyendo que aún podía extorsionar a la realeza. Para cuando el ladrón fuera echado de la corte creyéndose poseedor de aquello que en realidad carece, iría confiado a buscar la carta para usarla, pero sólo encontraría un mensaje en latín: “Un designio tan funesto, si no es digno de Atreo es digno de Tieste”. La referencia mitológica le da al cuento una esfericidad perfecta.

Tres miradas

El psicoanalista Jacques Lacan le dedicó un seminario a “La carta robada” en 1956, tomando la traducción de Charles Baudelaire. En un pasaje de esa ponencia, Lacan distingue tres miradas:

• La primera mirada es la de los sujetos que nada ven: es la del Rey y la de la Policía.

• La segunda mirada es de los sujetos que ven que los de la primera mirada nada ven. Los de esta segunda mirada se engañan creyendo que han podido cubrir lo que intentan esconder. Es la mirada de la Reina y también, durante el robo de la carta, la del ministro “D”.

• La tercera mirada es de los sujetos que ven que los anteriores dejan aquello que debe esconderse (la carta) al descubierto. A mano de quien desee apoderarse del texto. O más bien, de quien logre verlo. Es la mirada del ministro “D” cuando roba el documento. Y, por supuesto, la de Dupin, cuando él lo recupera.

Lacan, entre los muchos abordajes del cuento de Poe, repara en lo que denomina “la supremacía del significante en el sujeto”. Siguiendo la “trinidad” de Ferdinand de Saussure, el significante no es lo que el signo significa, sino su huella psíquica. Sin importar los muchos conceptos que admita “vaso”, lo que se representará mentalmente no será un libro. La carta que busca toda la Policía de París y que pone frente al abismo a la reina, ya sea porque es la carta de un amor indebido o de un complot criminal, no puede ser un papel arruinado y tirado despreocupadamente. Por ello no lo hallan.

Influencia

El desplazamiento de ese significante en la historia de la ficción es casi infinito. Keyser Söze, un criminal tan demoníaco como mítico, se esconde frente a los ojos de un agente de Aduana en la impar película “Los sospechosos de siempre” (1995). Los sucesivos posters de las bellezas de Hollywood esconden un verdadero portal hacia la redención en el filme “Sueños de libertad” (1994). En la última línea del cuento descubrimos quién es en verdad Asterión y qué es exactamente su casa, en el cuento de Jorge Luis Borges. Por caso, Tadeo Isidoro Cruz se presenta con nombre y apellido en la “Biografía” que escribe Borges y hay que esperar al final del texto para saber quién es él.

El argentino, precisamente, homenajeó “La carta robada” con un cuento que merece otro seminario: “La muerte y la brújula”. Bastará decir que la mirada de Borges, quien en 1942 aún puede ver a través de sus ojos, repara en una cifra: el tres. La biblioteca de Dupin está en el número 33 de la calle Dunot. En el cuento de Borges, los crímenes ocurren los días tres y el criminal, Scharlach el dandy, tiene un nombre de tres letras: Red. Pero el detective Erik Lönnrot, que “se cree” un puro razonador, un Dupin, terminará buscando cuatro letras, como las que conforman el tetragramaton, el impronunciable nombre de Dios (YHVH). Lo hará porque, a diferencia del pensador del cuento de Poe, el detective de Borges está signado por el azar desde el primer crimen. Y porque la verdadera encarnación de la lógica es el criminal.

Hay, sin embargo, un último significante escondido a la vista de todos en “La carta robada”. La formula el narrador, el amigo de Dupin, durante la primera visita del prefecto “G”. Es cuando una de especulaciones gira en torno de si el ministro “D” aún tiene la carta y si está dispuesta a revelar su contenido en lo inmediato. El narrador toma la palabra en el diálogo y le expresa al Policía:

- Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, su poder cesaría.

Ni la carta que terminó siendo robada y luego recuperada fue alguna vez un documento resguardado bajo siete llaves. Ni la verdad, postula Poe a través de sus personajes, es un arma imperecedera. Como si fuera un fusil de un solo disparo, apenas sale a la luz su poder mengua. Entonces, el poder no es la verdad sino la amenaza que ella puede representar.

Contracara

La contracara aparece en otra obra de ficción, en un diálogo entre un criminal que le apunta a un detective herido y hospitalizado. El senador Roark amenaza al policía Hartigan en “Ciudad del pecado” (2005) con ultimarlo a balazos y le advierte que, luego de hacerlo, nadie en el hospital lo incriminaría. “Al poder te lo da mentir; hacerlo bien y que todos comprendan que debe ser así”, sintetiza el impune representante distrital.

“La carta robada” construye un relato en el que la verdad, la idoneidad y la lógica prevalecen. Todo un desplazamiento de los significantes respecto de la realidad, donde los ministros “D” son los que triunfan. Borges lo supo: Lönnrot lo pierde todo, todo, frente a Red Scharlach. Borges era argentino.

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