Hace 2 Hs

Por Fabián Soberón
Para LA GACETA - DALLAS

Aún es la noche cuando el avión aterriza en el aeropuerto de Dallas. Las luces leves titilan como pequeños faros exangües. Después de idas y vueltas tomamos el tren estrecho que atraviesa la ciudad alta. Son varias estaciones hasta llegar a Forest Lane, una especie de surtidor metido en el bosque. Bajamos por las escaleras y nos topamos con la parada del 142. El sol intenso mejora el viento frío que viene del sur.

Subimos al bus. La clara luz de la mañana humedece los asientos del vehículo. Una pareja de adultos mayores conversa en el costado derecho. El chofer se detiene en la siguiente parada. Sube un señor de bigote grueso y sus brazos empujan un andador que lo ayuda a caminar. El bus reinicia su marcha y el hombre temblequea por el movimiento, pero tiene la boca abierta con una sonrisa que le agranda la cara. Mira a la pareja de estadounidenses –claramente no soy para él uno de ellos– y dice en voz alta, para que todos escuchen:

–Hoy es un gran día para América.

El chofer sonríe y no agrega nada, solo sigue su camino. La frase le ha dado en el centro de su corazón y le otorga sentido a algo que él también siente.

Los adultos mayores sonríen. La mujer está exultante, con la cara blanca y larga, como si festejara el triunfo de un equipo deportivo. Los viajeros no se conocen, pero la frase vertida por el señor de bigote los hermana por un instante. La mujer levanta el brazo, festeja. Y dice:

–Tiene razón. Yo me siento más segura a partir de hoy.

Un par de horas antes del viaje en bus, mi esposa me ha dicho en el centro del aeropuerto: “Ha ganado Trump”.

El señor del bigote grueso se acomoda en la butaca dura del bus. Viaja pletórico. Antes ha dicho en voz alta su preferencia: el candidato que él ha votado ha ganado las elecciones por segunda vez. Unos años antes Trump había promovido un ataque al Capitolio que dejó varios muertos. Para la mujer que festeja y para el señor de bigote tupido eso no importa.

Los incipientes signos de otra época se perciben en el bus citadino, cerca de un bosque, en la mitad del camino, con la clara luz de la mañana que entra a borbotones por las amplias ventanillas.

Más tarde, en la transparente casa de Rachel Amado, el pintor y arquitecto Bernard Bortnick me muestra un retrato de Donald Trump, realizado tiempo atrás. La boca como pico de pájaro lanza un grito en sordina. Por encima del rostro estirado y carnoso, las serpientes de Medusa se contonean con el furioso rayo de la adivinación. Acróbatas de la cabeza, las rojas lenguas serpentinas producen un infernal estertor lumínico. El futuro está cifrado en el pico parlante y en el cabello feroz.

© LA GACETA

Fabián Soberón – Escritor.

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