Santiago Garmendia
Por Santiago Garmendia 01 Diciembre 2024

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Hay una preocupante escasez de fantasmas. No hace mucho, las historias de fantasmas (que son lo mismo que los fantasmas, desde luego) brotaban de las casas, las dependencias públicas y otros lugares de trabajo. Todos tenían al menos uno. Edificios públicos como los tribunales o la Casa de Gobierno, llenos de historias y generaciones de empleados, eran suelos propicios para los fantasmas, que usualmente trabajaban a contraturno de los vivos. Otros lugares menos gravitantes en la vida institucional también alojaban espectros ligados a funciones pasadas, como si vinieran con el inmueble. Por ejemplo, donde había carpintería hace dos décadas, los nuevos propietarios escuchaban un serrucho friccionando contra la madera, especialmente de noche. Eran algo así como la memoria del lugar, que se presentaba ante el presente como una incógnita ligada a los vivos y a sus pertenencias. Otro ejemplo: donde funcionaba el Banco Noar, los nuevos ocupantes oían de noche al fantasma de un cajero golpeando el sello de “pagado”. Estos espectros estaban atados por un amor, una deuda o incluso la desinformación, como podría haber sido el caso de quien llevaba décadas mojando el sello en la almohadilla cuando ya no existían ni él ni el banco. Supongamos que uno haya muerto violentamente durante un robo y el otro haya sido víctima de un paro cardíaco. El caso es que parece que los fantasmas se han retirado.

Multicausalidad. La autoridad simbólica de figuras como las abuelas, o cualquier otro reservorio del pasado, se ha diluido. Los jóvenes saben el doble -en términos tecnológicos- que un adulto, y los viejos la mitad. Además, ya no hay muchas orejas dispuestas a escuchar una historia, a soltar el celular y abrirse a los relatos de recuerdos que son condición necesaria para esos seres. Esto, sumado a que se han ampliado las fronteras de lo real, nos lleva a otro punto. A nosotros nos asustaban las sombras, pero el mundo virtual ha expuesto a los niños a representaciones sobrenaturales terribles, pero lúdicas. Si un poltergeist se mete en el GTA, el juego más violento, racista y cochino del mundo, donde se manejan tan bien-metáfora de por medio- los chicos de 10 a 12 años, huye despavorido  a  buscar un sedante.

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Charles Dickens vio la potencia moral de los fantasmas en el siglo XIX. Retrató la era victoriana, marcada por profundas desigualdades sociales en Inglaterra. Creció en una familia pobre y hasta vivió la prisión de su padre por deudas. Estas experiencias influyeron en su obra; basta con nombrar Tiempos difíciles y Oliver Twist, donde denuncia la pobreza, la explotación infantil y la deshumanización industrial. En Un cuento de Navidad, de 1843, Dickens narra la transformación de Ebenezer Scrooge, un “viejo pecador avariento que extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebanaba y apresaba”, a instancias de la visita de varios fantasmas.

Recientemente se estrenó la película Beetlejuice II, que es una sombra al cuadrado del cuento de Oscar Wilde El fantasma de Canterville. La película no deja de ser muy digna y atrapante con su la lógica de los mundos que se mezclan. Esto, desde luego, habla a favor de Wilde más que de Burton. En 1887 nació, por así decirlo, este famoso fantasma: Sir Simon, el fantasma de Canterville. Sir Simon es un pobre espíritu atrapado en una mansión inglesa que tiene que lidiar con la indiferencia y el pragmatismo de una familia estadounidense a la que no consigue asustar, pero que, en cambio, lo vapulea, burla y asedia, especialmente los niños de la familia. El fantasma intenta elaborar espectáculos de terror, pero sus esfuerzos son ridiculizados, considerados divertidos y parte de las diversiones del “viejo mundo”. “Burlado, chasqueado, engañado”, el fantasma se encuentra con la terrible verdad: la gente idiota no tiene miedo. Finalmente, encuentra otro tipo de sentimiento: la compasión de una niña. Como en los cuentos El gigante egoísta y El príncipe feliz, Wilde critica la hipocresía de su tiempo apelando a las formas elementales de la inocencia.

Se dirá que no es grave la extinción de los fantasmas, ya que son esencialmente improductivos. En realidad, tiene que ver justo con este asunto: la vida moderna y, más aún, nuestra modernidad, no deja espacio ni tiempo para aburrirse, asustarse o poner en duda el mundo. No hay horas muertas ni paredes blancas para las sombras. Necesitamos, paradójicamente, de los fantasmas. ¿Por qué? es que son historias que quieren ser contadas y escuchadas. que señalan el espesor de nuestras vidas y de los lugares que habitamos.  Nos recuerdan nuestros olvidos. Cómo dice Michel Houellebecq, el enfant terrible de la literatura francesa, “Los fantasmas son los vestigios de una sociedad que se ha olvidado de sí misma, el reflejo de la desconexión humana en un mundo vacío de significados”. Eso es lo escalofriante.

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