Primero el juego. El fútbol americano, cuando uno comienza a comprender reglas y naturaleza del juego, tiene algo de fascinante. La brutalidad de la competencia, sus mastodontes con casco y protecciones colisionando, domina la gran escena. Pero hay un ajedrez, una estrategia notable en el juego como en otros pocos deportes colectivos. Segundo el gran negocio. Los palcos del Super Bowl que se jugará mañana en Nueva Orleans que cuestan hasta dos millones de dólares. Los boletos que van de cuatro mil a veinte mil dólares. La Liga más millonaria del mundo. Sus franquicias que valen oro, derechos de TV record y la difusión por todo el mundo, por interés o por imposición, como sea, porque casi todas las grandes cadenas de TV son yanquis. Agreguemos el interés local. La firme posibilidad de que Lionel Messi esté presente en el estadio. Formará parte de los VIPS, porque estará también, entre tantos, Taylor Swift viendo a su novio, Travis Kelce, figura de Kansas Chiefs, que asoma como levemente favorito ante Philadelphia Eagles.
Y, acaso lo más impactante desde el punto de vista mediático, político y social, también estará mañana en el estadio Donald Trump. Será el primer presidente en ejercicio de Estados Unidos presente en el Super Bowl. La gran final del fútbol americano fue siempre un santuario de los republicanos. Un teatro conservador, que glorificó a las Fuerzas Armadas y a toda la gran parafernalia nacionalista del Made in USA. Pero es cierto que en los últimos años esa escena había sufrido problemas cuando Colin Kaepernick comenzó a arrodillarse cuando sonaba el himno nacional en repudio a la brutalidad de la policía contra la población negra. Fue una toma de posición que irritó a buena parte del público. Enojados por ver a su deporte politizado. La escena ha cambiado en los últimos años. Por algo Trump fue reelegido, pese a que incitó a sus seguidores a tomar el Capitolio cuando perdió las elecciones anteriores contra Joe Biden y pese también a los numerosos procesos judiciales en su contra, algunos de ellos por abuso sexual. Nada lo afectó. Y ahí volvió. Recargado. Echando a todo funcionario que osó investigarlo, amenazando con invadir países, insultando a los opositores. Y con un gabinete de funcionarios con antecedentes pobrísimos en la mayoría de los casos, pero que garantizan plena lealtad.
Tan fuerte es el cambio que Trump irá mañana muy confiado al Super Bowl antes hostil. Y aún celebrándose en Nueva Orléans, cuna de la música negra, y que tendrá justamente un entretiempo con celebración de esa cultura a la que el presidente suele denigrar en buena parte de sus discursos. Ver el Super Bowl, ver toda esa escena, es también ver parte del mundo nuevo, nos guste o no. El mundo nuevo de tecnócratas que han cooptado el poder político y parecen los dueños de todo, que inventan o excitan odios como alimento central, total la realidad es fake. Y el juego, su talento y su imprevisibilidad, como dato al menos auténtico. No sabemos por cuánto tiempo.