


“¡No la toquen! ¡No la miren! Capaz que es la hija de Annabelle...” Los cuatro chicos celebran la broma y entre risotadas siguen camino por 24 de Septiembre rumbo al oeste.
Pero no hay nada inquietante ni diabólico en esa muñeca librada a su suerte en una de las esquinas más sucias del radio céntrico. La muñeca mira al cielo, depositada en un rinconcito mugriento, impotente en su soledad. Porque alguien se deshizo de ella con el peor método imaginable: ni siquiera se tomó el trabajo de embolsarla. La trató peor que a la basura.
Y eso que es una muñeca absolutamente abrazable. Nada que ver con el plástico duro e impersonal de una Barbie salida de la línea de montaje. O uno de esos bebotes robustos, todos idénticos, que realmente parecen parientes no tan lejanos de Annabelle cuando les activan el llanto o la carcajada. Pero a nadie se le ocurre tirar una Barbie o un bebote. Cuestan mucha plata.
Sobre esa vereda destrozada de la 24 de Septiembre, apenas pasando José Colombres, quedó la muñeca, puro paño y tela rosada. Las señas particulares delatan lo artesanal de su condición: sonrisa pequeña y dibujada a mano, los botones azules son ojazos que miran con inocencia y un par de trenzas asoman debajo de la cofia.
¿Habrá quien la extrañe? ¿A quién o a quiénes cumplió la misión de acompañar? ¿Y por qué ese final?
Pese a la intemperie y a lo indeseable de ese minipaisaje urbano, la muñeca se las ingenió para mantenerse en buenas condiciones. No debió ser fácil, se sabe de las predilección de las ratas por escarbar entre la tela y el algodón. Y si algo sobra en esa esquina son ratas que se ejercitan yendo y viniendo, cruzando las calles y escabulliéndose en casas y negocios aledaños.
Porque el triste sepulcro para un juguete al que cuatro chicos emparentaron con la maldad cinematográfica de Annabelle es la fachada de una propiedad abandonada. Los vecinos de 24 de Septiembre y José Colombres recuerdan que el último destino que le dieron a esa esquina -la ochava noroeste- fue una librería. Después quedó tapiada y hoy los cartelones de publicidad la rodean por completo. ¿Quién es el propietario? Nadie puede precisarlo.
El tipo de construcción delata que es, al menos, centenaria. Sobrevivió el cartelito con la numeración: 24 de Septiembre 1.115, no mucho más. En algún momento pintaron los muros con un verde agua de indefendible mal gusto. Sobre las molduras crecen los arbustos, los ventanales lucen destrozados y entre esos intersticios los roedores son amos y señores. A uno de los árboles, frente a la casona, lo talaron sin ninguna piedad.

Es una de las tantas propiedades clausuradas a cal y canto que mal decoran la ciudad. Y por supuesto: las veredas son un campito de obstáculos, llenas de pozos y de desniveles, una zona en la que -subrayan los vecinos- se registraron varios golpazos.
El tema de fondo es entonces hasta dónde llega el brazo ejecutor de la autoridad, en este caso del municipio. Se cae de maduro que el dueño de esa esquina debe haber recibido una catarata de intimaciones y de multas, como consecuencia del estado en el que está la vereda y de los peligros que representa el edificio carcomido por la humedad y por la dejadez.
Intervención
Lo que se necesita es un paso siguiente; alguna clase de intervención. De lo contrario es como el cuento de la manta corta: las iniciativas concretadas para hacer de la ciudad un lugar mejor se contraponen con el espectáculo lamentable de tantos baldíos y propiedades abandonadas. Y no en la periferia, sino a un puñado de cuadras de la plaza Independencia.
El inofensivo candor de la muñeca (¿le habrán puesto nombre?) suena a flores entre los escombros. Posiblemente vivía refugiada tras los barrotes de una cunita, quién sabe. Pero de pronto le tocó mirar el mundo desde otra perspectiva, implacable como la calle que pasó a ser su lugar. Y no quedó varada en cualquier parte, hubo una condición de posibilidad dada por la desaprensión de quien permitió que una esquina quedara en ruinas. Triste destino, tan triste como la foto de esa muñeca que alguien fabricó con esmero y cariño. Con corazón, ese corazón del que seguramente carece su verdugo.